El actual gobierno frenteamplista de Montevideo es el quinto consecutivo, pero algunas cuestiones siguen en veremos desde 1990: una de ellas es la relacionada con la gestión de residuos.
El problema empieza a complicarse desde el muy básico requisito de llamar a las cosas por su nombre. Quienes recorren la ciudad con carros rechazan que se les diga “hurgadores” y tienen razón: esa denominación, además de poseer una carga despectiva, no ayuda a comprender en qué consiste su actividad ni para qué sirve. Pero la alternativa que proponen, “clasificadores de residuos”, tampoco es adecuada.
El objetivo del duro, insalubre y desagradable trabajo que realizan estas personas no es clasificar, y no reciben ninguna remuneración por hacer eso. Se trata, más bien, de recolectores de residuos por cuenta propia, gente que se intercala en el circuito dispuesto por la Intendencia para retirar lo que le puede resultar útil vender, y que separa unas materias de otras (más que “clasifica”) con esa exclusiva finalidad: lo que ellos desechan, obviamente, no queda “clasificado”.
Es cierto que el servicio de la intendencia no da abasto y que no sirve para clasificar y reciclar los residuos, por lo cual desperdicia recursos muy valiosos y habilita el lucro de otros, que no son los “clasificadores” sino quienes compran, muchas veces a precio vil, lo que éstos recolectan. Pero eso no significa que la fuerza de trabajo por cuenta propia que se ha sumado al proceso resuelva las carencias del gobierno departamental, y mucho menos que debamos asumir su existencia como algo definitivamente necesario.
Entre otras cosas, se trata de un trabajo muy ineficiente, que desperdicia el esfuerzo y los sinsabores de quienes lo realizan. Por razones que no cuesta mucho comprender, en todas las ciudades en las que este tipo de recolección con medios precarios se ha racionalizado, reuniendo los residuos en lugares adecuados para separar lo reciclable y aportando los elementos necesarios para que todo el proceso se realice mejor, resulta que el número de personas necesario es considerablemente menor. Ésta es una de las razones de la resistencia a los planes de racionalización por parte de los “clasificadores”.
Las intendencias frenteamplistas intentaron durante unos cuantos años educar a la gente para que no sacara la basura a cualquier hora; luego se instalaron los contenedores, se facilitó que los vecinos se deshicieran de las bolsas cuando les viniese mejor, y pasó a tener racionalidad económica la continua recorrida de los carritos por la ciudad, para mayor desgracia de los caballos y agregando un factor de caos al tránsito.
En los últimos años se amagó varias veces con establecer sistemas de clasificación mediante una variedad de bolsas y contenedores, pero todo sigue más o menos igual. Se habla de dignificar la tarea de los “clasificadores”, pero no hay manera digna de meterse adentro de un recipiente de basura, y nadie se atreve a decir que esa labor debe desaparecer. Para eso, por supuesto, habría que ofrecer alternativas, pero van más de veinte años sin que se consolide ninguna.
En cambio, se va “regularizando” y “formalizando” -o sea consolidando- la actividad de los carros, como se “regularizan” y “formalizan” otras singularmente absurdas (por ejemplo, la de los cuidacoches, que han pasado a cobrar una especie de impuesto compulsivo al estacionamiento de vehículos, con carné que los habilita).
Si un día viene algún Macri, “pone orden” a las patadas y cosecha aplausos, que la izquierda no llore.