En abril de 2004 estaba en Buenos Aires cuando tuvo lugar una marcha multitudinaria en reclamo de mayor seguridad pública. El detonante había sido el secuestro y asesinato del joven Axel Blumberg, que luego llegaría a insuflarle fugaz vida política al padre de la víctima. El entonces presidente Néstor Kirchner contestó a los manifestantes con un discurso público. En él, el mandatario achacaba la mala resolución del caso Blumberg al accionar de elementos hostiles de la Policía bonaerense. Me llamó muchísimo la atención, porque como uruguayo me resultaba inconcebible que desde una parte del Estado -nada menos que desde el Poder Ejecutivo- se acusara públicamente a otra institución estatal, como si se tratara de un partido rival o una potencia lejana.
Por aquí, en esa época, ya estábamos en la cuenta regresiva hacia el inevitable triunfo del Frente Amplio. Dos años después, cuando Tabaré Vázquez ya era presidente, ocurrió un episodio que me recordó a aquel enfrentamiento entre Kirchner y su Policía. Para desestimar información sobre el MLN contenida en Cero a la izquierda (la biografía de Jorge Zabalza escrita por Federico Leicht) el senador Eleuterio Fernández atribuyó la autoría de la obra a “un agente policial”, sin advertir que ahora él, como parlamentario frenteamplista, era parte de la fracción gobernante, y, por lo tanto, no ya enemigo sino alguien con cierta responsabilidad por el comportamiento de las fuerzas de seguridad.
Anteayer fue el presidente Mujica el que se colocó “por fuera del Estado” cuando ante una multitud de periodistas increpó a las autoridades del Banco de Previsión Social y la Corte Electoral por no haberlo incluido en el padrón electoral. Más allá de lo que esto revela sobre la magnitud de la desinformación que rodeó al acto eleccionario -y lo preocupante que resulta que alcanzara al entorno presidencial-, también es indicio de que estamos ante una nueva forma de encarar los asuntos públicos. Porque una cosa es reclamar una gran reforma del Estado (como vienen haciendo los presidentes uruguayos desde Lacalle hasta acá, con la excepción de Sanguinetti) y otra es espetarle ante cámaras a un subalterno: “Ustedes se están prendiendo fuego”. Mujica tiene la potestad y la mayoría legislativa suficiente para cambiar las disposiciones sobre las que se quejó tan amargamente a través de los medios.
Situarse a distancia crítica de un asunto problemático puede ser una buena estrategia política, y a ella recurrió Mujica cuando estaba al frente del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca: sus salidas a la opinión pública denotaban que él compartía todos los reclamos sectoriales, pero que las cosas se decidían en otra parte (¿en el Ministerio de Economía, en los infiernos burocráticos, en los lobbies empresariales, en el mercado mundial?) y que resolverlas estaba fuera de su alcance. Renunció, fue precandidato presidencial, luego candidato único del Frente Amplio, y triunfó. Pero ese camino lo llevó a un lugar donde si utiliza el mismo recurso de distanciamiento ya no sugiere a los electores la necesidad de que se lo coloque en un puesto de mayor incidencia. Ahora que como presidente de la República ocupa el sitio de más alta responsabilidad, lo que transmite es, además de desconfianza hacia la institución que encabeza, pura impotencia.