En los últimos meses, la filtración de cables diplomáticos estadounidenses mediante WikiLeaks y las posteriores desventuras judiciales de Julian Assange fueron desplazadas de los primeros planos y las primeras planas por las revueltas en el mundo árabe, y éstas, luego, por la catástrofe japonesa con seguidilla de terremoto, tsunami y radiactividad. Así es el vaivén de los titulares, como si aparecieran en un pizarrón que a cada rato hay que borrar para volver a escribir.

Aquí asomaron, hace unos meses, controversias por declaraciones del coronel retirado y preso Gilberto Vázquez y por otras de sus conmilitones del Foro Libertad y Concordia, pero esto fue desplazado luego por la novela del video (que, curiosamente, muy pocos relacionaron con el anterior tema de moda), y ésta, últimamente, por las elecciones de representantes sociales para el directorio del BPS.

Está de moda decir que “nadie resiste un archivo”, pero no tan de moda mantener uno y utilizarlo; flaquea la memoria, incluso la reciente, o no se halla tiempo para ponerla en funcionamiento.

Los datos claves detrás de los malestares militares son los mismos que explican la aceleración de trámites dentro del Frente Amplio para aprobar un proyecto de ley que borre los efectos de la Ley de Caducidad. Según se difundió hace unos meses, el 1º de noviembre de este año cesa la posibilidad de juzgar delitos cometidos en el marco del terrorismo de Estado con los procedimientos que se han elegido en la mayoría de los casos, o sea, mediante la tipificación de “homicidio especialmente agravado”. Y cesa porque ese delito prescribe; es decir, deja de ser juzgable, tras un plazo de 26 años y ocho meses, aunque ese plazo se cuente desde el retorno de la democracia, el 1º de marzo de 1985, entendiendo (sensatamente) que antes no era posible iniciar acciones judiciales.

Otro gallo cantaría si se aceptara que los crímenes cometidos son de lesa humanidad, y por lo tanto imprescriptibles, siempre juzgables con independencia del tiempo transcurrido desde que se cometieron. Esta manera de abordar el asunto, la indicada por el derecho internacional, fue intentada sin éxito en Uruguay por el juez Luis Charles (su primer procesamiento con ese criterio fue revocado) y es sostenida también por la jueza Mariana Mota. Contra Mota arremetieron, hace unos días, Jorge Batlle y Gonzalo Aguirre: casual casualidad.

A esto se suma el caso del general Miguel Dalmao, militar en actividad procesado en el entendido de que la responsabilidad por las violaciones de los derechos humanos no termina en los mandos de la época y la tristemente célebre patota alojada en la prisión de Domingo Arena. Un criterio que, de aplicarse en forma generalizada, llevaría ante la Justicia a muchos otros uniformados que hoy ocupan importantes cargos.

La cuenta regresiva al 1º de noviembre era el telón de fondo para los forcejeos entre quienes impulsan una profundización de las acciones judiciales y quienes tratan de frenarlas. Pero el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso de María Claudia García de Gelman vino a recordarnos que el mundo no se adapta con facilidad a los tejemanejes de los políticos uruguayos. La corte dijo lo que nos vienen diciendo desde hace muchos años: que Uruguay está obligado a aplicar las normas de derecho internacional juzgando los delitos de lesa humanidad como lo que son, sin prescripción ni caducidad que valga. La mayor parte del sistema partidario parece no haber asumido todavía las consecuencias de este acontecimiento, pero eso no las hará desaparecer.