El general Licandro no era un político. Era un militar politizado, que no es en absoluto lo mismo.
Miraba el mundo con los ojos de un hombre que nació en Tacuarembó cuando estaba por terminar la Primera Guerra Mundial, y que empezó a ser mayor de edad en tiempos de la dictadura de Gabriel Terra (que lo encarceló por ocupar un liceo a los 15 años de edad) y de la Guerra Civil Española. Vivió en tiempos de “guerra fría” los conflictos internos del Ejército, entre golpistas y defensores de las instituciones democráticas, y estaba por cumplir 53 años cuando, en el marco de la unificación de fuerzas sociales y políticas contra el pachequismo, decidió participar en la fundación del Frente Amplio, acompañando a Liber Seregni junto con otros militares.
El FA no había cumplido dos años y medio el 9 de julio de 1973, cuando Licandro marchó preso por resistir contra el golpe de Estado. Preso de la dictadura quedó, durante casi una década. Luego de su liberación asumió nuevamente responsabilidades militantes, y en el famoso acto de noviembre de 1983 frente al Obelisco fue uno de los proscriptos frenteamplistas que subieron al estrado.
Como no era un político, no hizo carrera política. Nunca se sectorizó ni fue candidato. Integró el Plenario Nacional y la Mesa Política del FA en calidad de independiente, e independiente fue hasta el fin. “La interna” no era lo suyo; tampoco lo era el aggiornamento ideológico, al que se rehusó, por ejemplo, durante muchos años en la Comisión de Defensa del Frente. Aferrado a sus principios y a sus puntos de vista, se llevó mal con las actualizaciones programáticas y con la flexibilidad ética. Eso lo fue distanciando de la mayoría de los dirigentes frenteamplistas, y lo hizo renunciar en 2007 a la presidencia del Tribunal de Conducta Política del FA, que ocupó durante más de 13 años, desconforme con el tratamiento político de varios asuntos que llegaron o debieron haber llegado a ese organismo.
Sus posiciones a contracorriente, que a veces callaba por viejos hábitos de disciplina y a veces expresaba frontalmente, sin medir palabras ni consecuencias, llegaron a convertirlo en un referente desganado de sectores que luego decidieron abandonar el FA. Licandro se quedó: cambiar de trinchera tampoco era lo suyo.
Llama la atención ver que la información disponible sobre él en internet lo define como “periodista”. Integró el Consejo Editor del diario Ahora, pero lo hizo, al igual que muchas otras cosas, con perfil bajo, más para simbolizar posiciones colectivas que como forma de expresión personal. Era un hombre de apariencia adusta, que no se destacaba por la destreza retórica, capaz de ser muy cálido en privado pero casi siempre formal y contenido fuera de ese ámbito.
Muchos frenteamplistas descontentos y desilusionados lo veneraban. Como no era un político, no quiso ni habría podido jugar sus cartas para liderarlos. Pero fue el motivo de que unos cuantos sintieran que valía la pena quedarse si gente como él se quedaba. Ésos están hoy un poco más huérfanos.