Muchos vieron en WikiLeaks la fundación de un nuevo periodismo, realmente libre y comprometido con la verdad, capaz de revelar las grandes maldades y de abrir paso a un mundo mejor. Pero la experiencia acumulada en los últimos tiempos sirve para medir la enorme distancia que separa el acceso a la información y su procesamiento periodístico, y para valorar en qué medida es crucial que este oficio se ejerza bien. Un ejemplo literario puede ayudar a comprender el asunto. La exitosa y apasionante serie de novelas Millenium, del sueco Stieg Larsson (ver nota adjunta), gira en torno a la relación entre Mikael Blomkvist, periodista como el autor de la obra, y Lisbeth Salander, una muchacha con características muy poco comunes. Entre ellas, la de ser una hacker de primer nivel, capaz de apoderarse de los datos mejor guardados en computadoras.

En Los hombres que no amaban a las mujeres, el primero de los tres libros, las diferencias de enfoque entre ambos personajes acerca del acceso a la información y de su manejo plantean algunos conflictos iniciales, que en el resto de esa novela y en las dos siguientes desaparecen. Mikael, quien al comienzo paga las consecuencias de haber sido inducido a publicar falsedades (como se dice en nuestra jerga, compró “carne podrida”), consigue mediante las habilidades de Lisbeth materia prima para producir informes impecables y demoledores. Los malhechores van a la ruina y las instituciones democráticas se fortalecen. Larsson no postula que el fin justifique los medios, pero sus relatos pueden dejar esa sensación, entre otras cosas porque pintan el enfrentamiento entre un bando muy corrupto y otro incorruptible: el primero se complace en hacer daño y el segundo siempre procura no perjudicar a personas inocentes.

La vida real es distinta. Los periodistas afrontamos a menudo situaciones mucho menos claras que las que involucran a los personajes de Larsson y no somos tan certeros, ni siquiera cuando tenemos la suerte de conseguir toda la información deseable. Aparte de que los poderes del Estado no suelen reaccionar de ese modo irreprochable cuando se devela la podredumbre. Otra diferencia muy importante es que no tenemos la posibilidad de escudriñar a nuestro antojo los secretos de cualquiera. Mejor así, porque no somos ángeles.

WikiLeaks opera como una especie de Lisbeth Salander, pero a diferencia de lo que ocurre al leer los libros de Larsson, no sabemos quiénes aportan los datos ni cómo los obtienen, no es lícito que suspendamos nuestra incredulidad para suponer que todos son verdaderos, y no tenemos forma de verificar que esta organización o sus fuentes sean incapaces de equivocarse o de vender carne podrida. Para que esos datos sean beneficiosamente publicables, hay que hacer buen periodismo: ponerlo todo en duda, investigar por cuenta propia (incluso a WikiLeaks), buscar otras fuentes, contrastar, ubicar en contexto, separar paja de trigo, comunicar con precisión y presentar el resultado sin manipulaciones ni sensacionalismo.

Algo así hicieron un par de seres humanos menos límpidos que el periodista ficticio de Larsson. Antes de que Julian Assange supiera atarse los zapatos, también accedieron a información secreta del gobierno estadounidense (bastante más reveladora que la contenida en los cables de WikiLeaks), y publicaron sin revelar sus fuentes. Lograron que Richard Nixon renunciara a la presidencia de Estados Unidos. Se llamaban Carl Bernstein y Bob Woodward y no eran fruto de la imaginación de un novelista, sino periodistas de verdad.