Si bien no conviene por ahora echar las campanas a sonar para así evitar nuevos desalientos, las horas de la impunidad caduca parecen contadas. No por eso Uruguay se convertirá en un imperio ejemplar de los derechos humanos. Hay muchas otras tareas pendientes.

Menos la de Domingo Arena, las cárceles son la mayor vergüenza en la materia junto con la vigencia hoy relativa de la Ley de Caducidad. Pero las soluciones reales a las condiciones inhumanas en que viven más de 8.000 presos parecen ir a contramano de la mayoría del público que, al influjo de la crónica roja y de dirigentes de todo pelo partidario, se manifiesta a favor de una política de mano dura que hacinaría aun más las prisiones. Como si hubiera pasado un siglo, y no apenas nueve meses, desde la muerte en julio de 13 personas en una mazmorra infernal de Rocha. Como si no sufrieran tantos miles de reclusos empastillados, maltratados y atormentados, lejos de cualquier remedo de rehabilitación.

Las soluciones no pasan sólo por la ampliación de las prisiones ni por la construcción de otras nuevas. Luego de agravar las penas de los delitos más violentos en los años 90, y tras aprobar la bien llamada Ley de Humanización de Cárceles en 2005, el Parlamento ha sido omiso en su tarea de racionalizar los castigos, afinar tipificaciones o eliminar antiguallas como el aborto y el cultivo o la tenencia mínima de marihuana, así como desalentar el uso hoy desproporcionado del procesamiento con prisión. El sistema interamericano de justicia acertó al ordenar la libertad de los hermanos Peirano, quienes tuvieron con qué pagar el recurso mientras otros presos con igual derecho pero más miserias languidecen tras las rejas.

Lo sucedido en estos 20 años demuestra que, al revés del lugar común, extremar el castigo no aplaca la delincuencia. Más bien lo contrario, al unir en el mismo espacio a delincuentes de diverso grado. Los peores intimidan o extorsionan a los desvalidos, o adiestran a los dispuestos. Los jueces y el gobierno no han sido muy prolijos al ordenar el alojamiento, excepto en el caso de los chorros de cuello blanco y de los terroristas de Estado. En el mismo pabellón incendiado en Rocha, por ejemplo, convivían un muchacho de 19 años procesado por pasarle porro a un amigo preso oculto en un bizcocho y un rapiñero violento y reincidente, de 46.

Los adolescentes en conflicto con la ley sufren, además de condiciones de reclusión tan crueles como las de los adultos, la falta casi completa de cuidado, la educación y la contención amorosa que merece cualquier persona de esa edad. Si prospera la reforma constitucional que promueve el Partido Colorado y parte del Nacional, esas condiciones se agravarían. El oficialismo, salvo sus juventudes partidarias, muestra escaso entusiasmo en desactivarla, mientras 69% de sus votantes encuestados por el Grupo Radar engrosan el 74% de los entrevistados de todo color que concuerdan con ella. El pronóstico se vuelve más lúgubre si se considera que desde el período pasado el Frente Amplio ha aflojado demasiadas concesiones al respecto, como aceptar el mantenimiento de los antecedentes de los menores una vez que llegan a la mayoría de edad.

Pero los presos, menores o mayores, no son los únicos uruguayos cuyos derechos humanos se ven socavados un día sí y otro también. Las víctimas de delitos y sus familias reciben también escasa atención de un Estado que debería responsabilizarse de su sufrimiento, y cuyo único consuelo procede de los medios de comunicación que les prestan cámaras y micrófonos con el fin de incorporarlos al coro de la mano dura. El panorama en algunos centros públicos que albergan a cientos o miles de niños y niñas, ancianos y ancianas y personas que padecen dolencias del cuerpo y de la mente es tan penoso que muchos optan por la intemperie. Mujeres, jóvenes, viejos, enfermos, integrantes de minorías raciales o de credo, discapacitados y diferentes de todo tipo se deben enfrentar cada día a diversos mecanismos de discriminación que les impiden ejercer sus derechos básicos, y con dificultades para reclamar su respeto ante los organismos estatales.

Para este año está prevista la constitución de la Institución Nacional de Derechos Humanos creada por ley en diciembre de 2008. Será autónoma de los poderes políticos, aunque funcionará en el ámbito parlamentario. Se dedicará, entre muchas otras funciones, a recibir denuncias, pedir informes, controlar, elaborar estudios, elevar recomendaciones y presentar demandas. Su eficacia dependerá de varios factores, no sólo de contar con el financiamiento y el personal necesarios para cumplir su misión. La peripecia del Comisionado Parlamentario para el Sistema Carcelario desde 2005 indica que de poco sirve la sensibilidad, los conocimientos, el trabajo concienzudo y la independencia si las observaciones son recibidas por los poderes del Estado con desidia, a la defensiva o con intención de aprovecharlas en el intercambio de facturas políticas. Una institución a cargo de la vigilancia de algo tan crucial como los derechos humanos requiere, en definitiva, de apoyo, sí, pero sobre todo de respeto institucional.