El estadounidense Joseph Heller publicó en 1961 una excelente novela titulada Catch-22 (Trampa-22), adaptada al cine nueve años después. El libro cuenta una historia de aviadores participantes en la Segunda Guerra Mundial y su título, que se ha convertido en una expresión idiomática, se refiere a una presunta norma de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos que impide a los pilotos eludir el cumplimiento de misiones de combate.
En dicha norma se admite que ninguna persona cuerda desea realizar tales misiones y también que un soldado puede ser eximido de cumplirlas si una revisión médica establece que está loco. La trampa es que, cuando un piloto pide ser declarado demente para eludir el combate, se asume que eso demuestra de antemano su cordura. La situación creada en torno de la Ley de Caducidad es un caso de “trampa-22”. Los tres poderes del Estado han declarado formalmente que esa norma es inconstitucional, y de esto se desprende que fue ilegítimo su efecto, o sea, la impunidad que confirió.
Pero a la vez resulta que, si se anula tal efecto, cualquier persona a la que se le retire el privilegio de no ser juzgada por sus crímenes recurrirá seguramente a la Suprema Corte de Justicia y a los tribunales internacionales que crea receptivos a sus demandas. Y planteará, en forma previsible, que si se estableció en 1986 que quedaba protegida de cualquier acción judicial a raíz de esos graves delitos, mediante una decisión parlamentaria aplicada por el Poder Ejecutivo y declarada constitucional por la propia Suprema Corte (como sucedió en 1988), tiene derechos adquiridos que no se le pueden quitar un cuarto de siglo después, aunque los actuales titulares de los tres poderes del Estado tengan una opinión distinta a la de sus predecesores.
En ese marco, parece que los efectos de la Ley de Caducidad son ilegítimos, pero también es ilegítimo anularlos: trampa-22.
Hay un problema similar en relación con las consultas populares realizadas en 1989 y 2009 acerca de la endiablada norma. En las dos décadas que median entre ambas, y pese a que en las dos perdió, el Frente Amplio ha consolidado una práctica y una teoría que jerarquizan el pronunciamiento directo de la ciudadanía como recurso supremo para resolver dilemas político-institucionales. Pero esa praxis choca contra la premisa, enunciada y aplicada reiteradamente durante el mismo período, de que las mayorías ciudadanas no pueden anular el imperativo de defender el respeto a los derechos humanos, por razones éticas (que se explican solas) y también jurídicas (las que surgen claramente del derecho internacional aceptado por nuestro país, según nos lo ha recordado la Corte Interamericana que entiende en la materia).
Al impulsar aquellas consultas populares se realizaron enormes esfuerzos para revertir, con métodos democráticos, decisiones de los tres poderes del Estado que violentaban las bases mismas de la democracia. Ahora, cuando esos poderes reconocen que los promotores del referendo de 1989 y del plebiscito de 2009 tenían razón, parece que quienes defendieron la solución correcta nos condenaron a no poder aplicarla: trampa-22.
Como en el libro de Heller, la cuestión es insoluble desde dentro de la trampa. Por un motivo u otro, no parece aceptable ninguna forma de anular la impunidad, aunque tampoco sea aceptable mantenerla. El problema es acostumbrarse, como decía Alfredo Zitarrosa en “Guitarra negra”, al desuso de nuestra alma y “a la razón del enemigo”. Si asumimos que la trampa es trampa, nada parecerá tan difícil.