Es notorio el recelo de dirigentes que en las décadas del 60 y el 70 hicieron política armas en mano ante el posible juzgamiento de la represión ilegal durante la dictadura militar y sus prolegómenos. Es el caso de aquellos que por los años de plomo conducían el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) y hoy conservan afinidad con el entorno de su entonces camarada y actual presidente de la República, José Mujica.

No pocos votantes del MPP y de la CAP-L, el sector del también tupamaro histórico Eleuterio Fernández Huidobro, manifiestan sorpresa por la reticencia de sus parlamentarios a desactivar la Ley de Caducidad que declaró inimputables a decenas o cientos de criminales. Esos votantes ven incongruente tal actitud con consignas que creían grabadas a fuego en las tradiciones del Frente Amplio, como el respeto a los derechos humanos, la condena a los represores y la exigencia de verdad y justicia.

Estos sorprendidos votantes parecen desconocer o haber olvidado el pacto al que Fernández Huidobro llamó “tregua armada”, por el que tupamaros y oficiales del Ejército investigaron juntos en 1972 supuestos delitos económicos de la “oligarquía”. También el vínculo cordial que, tras la restauración democrática, mantuvieron ex guerrilleros y sectores de las Fuerzas Armadas, como la logia Tenientes de Artigas. O que el hoy renunciante senador de la CAP-L se opuso con éxito en 2003 a incorporar la anulación de la Ley de Caducidad en el programa de gobierno del Frente Amplio. O el “hedor a venganza” que Mujica le sentía a la Justicia hace un par de años.

El libro Tupas y milicos, del periodista Leonardo Haberkorn, incorpora a este panorama la supuesta participación de tupamaros en interrogatorios, apremios psicológicos y torturas físicas. Las víctimas eran los “ilícitos”, mote cuartelero de empresarios, empleados y profesionales sospechosos de delitos económicos y confinados en los mismos cuchitriles que los tupamaros. Un ex guerrillero, Carlos Koncke, afirma haber visto cómo un compañero suyo “se ufanaba” al contar que había sometido a un “ilícito” al submarino. “Se torturó a toda la gente de Jorge Batlle y participamos nosotros en la tortura”, según otro testimonio recogido por Haberkorn de un libro hasta ahora muy poco conocido, Ecos revolucionarios, de Rodrigo Véscovi. Los militares lo proponían. Según Koncke, algunos tupamaros aceptaban hacerles el mandado. Otros lo rechazaban. Fernández Huidobro desacreditó la versión, a la que calificó de “tamaño disparate”.

El relato sobre víctimas de la tortura que torturaban a pedido de sus propios torturadores es novedoso. Ni siquiera se cruzó por la imaginación de los parlamentarios que aprobaron la Ley de Amnistía para liberar, entre otros presos políticos, a los ex guerrilleros en marzo de 1985, pues no previeron el perdón ni la reducción de la pena para este crimen. La ley amnistió los “delitos políticos, comunes y militares conexos con éstos” cometidos desde 1962 y ordenó reprocesar en el fuero civil a aquellos que la justicia militar había condenado por homicidio, computando “tres días de pena por cada día” pasado tras las rejas. Pero el segundo inciso de su artículo 5 excluyó a título expreso “los delitos cometidos, aun por móviles políticos, por personas que hubieren actuado amparadas por el poder del Estado en cualquier forma o desde cargos de gobierno”. Al año siguiente, legisladores blancos y colorados declararon caducas las imputaciones de torturas cometidas por represores de uniforme.

La reticencia tupamara a desactivar la Ley de Caducidad, atribuible hasta la semana pasada a la empatía con combatientes al otro lado de la trinchera o a cálculos de conveniencia política, puede tener ahora una explicación adicional: la pretensión de impedir que en eventuales juicios salgan a la luz crímenes cometidos por tupamaros en complicidad con, y amparados por, los mismos militares que los reprimían.

Si así fuera, el ocultamiento constituiría un nuevo golpe a los principios hermanos de verdad y justicia, otra vez con el puño izquierdo. Otro acto de mentira e injusticia. Estos principios valen para todos: la omertá debe romperse en todos los bandos donde exista. Para dejar claro su papel en esta historia, corresponde a los viejos miembros del MLN-T facilitar el juicio de los crímenes de la dictadura, apoyando la desactivación de la impunidad en el Parlamento y brindando su testimonio en los juicios que vendrán. Con su actitud de ahora, en cambio, alimentan las sospechas.

En caso de que se confirme la participación de tupamaros en torturas, quienes las practicaron harían bien en manifestar públicamente su arrepentimiento y pedir perdón a las víctimas y a la ciudadanía. Porque la única manera de justificar un acto de tanta crueldad es contradecir el refrán del Che Guevara y concluir que es imposible endurecerse sin perder la ternura indispensable para ser humano.