El cartel ya lo anuncia: el gesto es inminente y parece inevitable. La célebre Casa Crespi, -construida por el arquitecto Luis Crespi, en 1938, en Julio María Sosa 2237 y declarada Bien de Interés Municipal- será en breve tragada por una boca voraz: una serie de hilarantes curvas que invade el jardín y la “muerde” hasta matarla. Un edificio como tantos otros se impone a una obra valiosa en el marco de un proyecto aprobado por el municipio.
Esto es producto de una historia en varios capítulos: el intento inicial por demoler la casa, la intención de construirle un bloque encima, esta torpe alternativa. Una historia que cuenta un cuento conocido: el de la tensión que opone el interés privado, construir en altura, al interés público, conservar una obra de valor colectivo. Y el resultado es el fruto de la transacción: expone el acuerdo de un modo directo, literal, palmario. Exhibe el conflicto. Hace evidente el problema, y en ese curioso efecto didáctico reside su único mérito.
¿Pero cuál es el nudo de este dilema? La ubicación de la casa en un tramo que está en pleno proceso de sustitución tipológica. La contienda entre la altura que habilita la norma y el valor de una obra “de interés municipal” cuyo remplazo (ahora) se descarta. Porque algo nos dice que no debe ser remplazada. Y este “deber” tiene aquí el peso de un imperativo kantiano: es una voz categórica que se vuelve mandato. En el fondo está la evaluación de la casa: la afirmación de su valor estético/histórico y el llamado a preservarlo.
Pero la Casa Crespi no será demolida. Eso sí: será disuelta, desvirtuada, deglutida. Presa de una opción salomónica, será enterrada bajo su propia parodia. Porque el nuevo edificio no sólo invade su predio y la acorrala: pretende imitarla, la emula. Recurre a la mimesis para legitimar y atenuar su impacto. En su puerilidad, convierte el pulso impetuoso de lo moderno en “estilo”; al intentar replicarlo lo anula. La propia apuesta publicitaria deja esto muy claro: presenta la casa como “una vivienda unifamiliar al estilo art decó con referentes náuticos”. Y no arriesga otro comentario.
En ese marco la Casa Crespi se desnaturaliza. Se vuelve anécdota, dibujo borroso, boceto impreciso. Queda atrapada en una paradoja que hoy se multiplica: para seguir existiendo debe renunciar a sí misma. Y el costo de la empresa resulta demasiado alto. Una vez más. ¿Es que nadie va a decir basta?
Parece difícil que alguien diga algo en este sentido. Porque la arquitectura no tiene el estatuto del arte: no es “inútil” ni reclama conservarse intacta. Es un hecho dinámico. Pero esta distinción no siempre es tan diáfana: hay ciertos edificios que merecen ser protegidos, como un manuscrito de Onetti o un dibujo de Barradas. El problema es que en el caso de la arquitectura esto no siempre es rentable: alterar o demoler un edificio suele ser más lucrativo que respetarlo. Y entonces la opción es muy clara: destruir valiosas obras edificadas. Un mecanismo naturalizado a tal punto que resulta invisible o se dice inevitable. Cabe entonces desnudar la ficción: nadie ignora la complejidad de lo urbano, pero es posible operar desde la breve rendija que nos damos.
Puede aducirse que estas líneas surgen de un círculo estrecho y no cuentan con el consenso necesario. Y esto conduce a una incómoda tierra movediza: la que da pie al concepto de patrimonio y habilita el difícil recorte de un dominio en este sentido.
Pero cabe destacar algo. La Casa Crespi es una obra moderna, de difícil convalidación masiva. Es víctima de la compleja construcción social del gusto y su poder tiránico. Poner la lupa en ella supone una labor docente. Implica instalar lo moderno como universo digno de ser apreciado. Supone cuestionar la desidia. Y negar la longevidad como valor sustantivo del repertorio a ser cuidado.
Y algo más. El origen puntual de esta cruzada no la invalida ni le resta impacto, y menos si se considera la orfandad de lo moderno en este sentido. Ni Bonet, ni Fresnedo ni Crespi han sido respetados en estos años (léase Solana del Mar, Casas Martirena-Dighiero y lo aquí comentado). Y la lista es más larga. Si aún no hay consenso en asignar valor cultural a la arquitectura moderna, ya es hora de construirlo. Y la academia debe contribuir a ello: no hay voz más obligada a intentarlo.