Otra vez la dirigencia política uruguaya paya sobre los instrumentos de democracia directa. Y, como es habitual en estos casos, propone toquetear los engranajes equivocados. Las herramientas previstas en la Constitución son insuficientes y funcionan mal. No importa: habrá que inventar otras peores y sin sentido, porque se vienen inversiones mineras y hay que hacer funcionar los trenes.

No es la primera vez que alguien pone sobre la mesa la ideíta del “referéndum consultivo”. Cuando esto pasa es porque se vienen decisiones difíciles, de las que quiebran partidos, sacan muchedumbres a la calle y pagan un elevado costo político. Antes de que el presidente José Mujica propusiera crear el recurso por ley, en 2005 el entonces diputado Washington Abdala presentó un proyecto con el objetivo de que la ciudadanía opinara a través de las urnas sobre la despenalización del aborto voluntario, sin obligar luego al Poder Legislativo a acatar ese pronunciamiento. Dos años después, cuando llegó la hora de votar por sí o por no los artículos de la Ley de Salud Sexual y Reproductiva al respecto, Abdala se retiró de sala.

Esa actitud sintetiza una forma de pensar la política: a la hora de asumir resoluciones que duelen, algunos representantes de la ciudadanía eluden el pinchazo y prefieren que vaya directo a las nalgas de la plebe.

Pero los recursos de democracia directa son demasiado importantes para implementarlos caso por caso, para no pagar costos o porque un presidente no sabe qué hacer con el dinero de los contribuyentes o con una inversión extranjera, por más multimillonaria que sea.

La Constitución establece en su artículo 82 que la nación ejerce su soberanía de forma directa “en los casos de elección, iniciativa y referéndum”. Según el artículo 79, la cuarta parte de los ciudadanos inscriptos puede presentar un recurso de referéndum contra leyes con menos de un año en vigor, o entregar un proyecto de ley al Poder Legislativo, salvo si se trata del establecimiento de tributos o de normas cuya iniciativa se reserva al Ejecutivo. De acuerdo con el artículo 331, 10% del electorado puede postular una reforma constitucional, que se someterá “a la decisión popular en la elección más inmediata”.

En resumen, los simples ciudadanos pueden proponer al cuerpo electoral la derogación total o parcial de una ley o enmiendas a la Constitución. Pero no pueden someter un proyecto legislativo al dictamen de las urnas. Deben respaldarlo con las firmas de 25% de los habilitados para votar y entregarlo al Parlamento, que hará con él lo que le parezca.

El sistema vigente tiene unas cuantas fallas que ya han quedado de manifiesto. La mayoría de las reformas constitucionales de iniciativa popular han laudado conflictos que pudieron solucionarse mediante la ley, desde el ajuste de las jubilaciones y pensiones al índice medio de salarios, en 1989, hasta la estatización de los servicios de agua potable y saneamiento en 2004. Primero, porque la presentación de este tipo de propuestas legislativas al Parlamento cuesta más del doble de firmas. Segundo, porque no hay garantías de que, en caso de aprobarse, lo sea sin cambios.

Pero Mujica, en lugar de darle una herramienta más eficaz a la ciudadanía, optó por el lado más fácil. No es cierto que, como él dice, la inversión de Aratirí la vaya a “decidir la gente”. Lo hará él, y, en última instancia, el Parlamento, analizando el resultado del referéndum consultivo como hoy orejean encuestas más baratas y bastante precisas. Porque “consultivo” significa eso: no obligatorio.

Para hacerlo aun más intrascendente, Mujica le encargó la redacción del proyecto a la Secretaría de Presidencia en lugar de abrir el juego a su partido y a la oposición. ¿La participación ciudadana no sería una buena materia de estudio para la Convención Constituyente prevista por el Frente Amplio en su programa de gobierno? Esa instancia no sólo debería servir para deliberar sobre el uso, propiedad y goce de recursos naturales fundamentales como el agua y la tierra. O la consagración de la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad. También permitiría discutir cuestiones políticas básicas, como la posibilidad de que se aprueben o rechacen en las urnas proyectos de ley propuestos desde la ciudadanía, así como previsiones para la modificación de esas normas en el futuro.

Para algunos dirigentes, eso sería darle demasiado poder a la plebe. Hay que “consultarla”, no más. No sea que los deje mal parados, por ejemplo, proponiendo y aprobando en pocos meses la despenalización del aborto. Hoy que está fuera del Parlamento, Abdala encarna por Youtube el papel que asigna la actual Constitución a los ciudadanos inquietos y sin espacio de incidencia política: el incómodo papel de jodones molestos. Prescindibles. Consultivos.