El proyecto que permite la internación compulsiva en refugios de quienes quieran pasar la noche en la calle ha hecho reaparecer algunas tesis criollas acerca del presunto derecho a poner en peligro la salud propia. Tesis de tinte libertario que cada tanto se levantan, desde la izquierda o desde la derecha, contra lo que sus defensores consideran intromisiones del Estado en el terreno de la libertad individual. Estas ideas pueden resultar simpáticas en algunos casos, pero van contra lo establecido, para bien o para mal, por las normas constitucionales.

Es verdad que, según el artículo 10 de la Constitución, “las acciones privadas de las personas que de ningún modo atacan el orden público ni perjudican a un tercero están exentas de la autoridad de los magistrados”, pero resulta que a cualquier disposición constitucional hay que interpretarla en forma armónica con las demás. De lo contrario, según señala José Korzeniak en su muy útil libro La Constitución explicada, se podría intentar una justificación de la pena de muerte sosteniendo que, como el artículo 7º dice que “los habitantes de la República tienen derecho a ser protegidos en el goce de su vida”, pero acota que nadie puede ser privado de ése y otros derechos “sino conforme a las leyes que se establecen por razones de interés general”, es posible establecer mediante una ley, “por razones de interés general”, la pena de muerte. Pero no es posible, porque el artículo 26 estipula que “a nadie se le aplicará la pena de muerte”, de modo que para aplicarla habría que reformar la Constitución.

También habría que reformarla si quisiéramos que exponerse a morir de frío fuera considerado un derecho. El artículo 44 indica que “todos los habitantes” del país “tienen el deber de cuidar su salud, así como el de asistirse en caso de enfermedad”. Y añade que “el Estado proporcionará gratuitamente los medios de prevención y de asistencia tan sólo a los indigentes o carentes de recursos suficientes”. No habla de un derecho a la salud, sino de un deber de cuidarla.

Eso está en la base de prácticas estatales a las que estamos acostumbrados, como la de exigir determinadas vacunaciones, y también de otras más recientes, como la prohibición de fumar. No se trata sólo de prevenir contagios o de proteger a los “fumadores pasivos”: también se nos hace cumplir con la obligación constitucional de mantenernos sanos. Es discutible, por supuesto, que la definición de la salud y de su cuidado se deje a criterio del Estado, pero parece claro que, según la Constitución, no cuidar la salud propia va contra “el interés general”.

Quizás el criterio subyacente se relacione con los costos de la atención médica, o con la idea de que, en la medida de nuestras posibilidades, debemos mantenernos en condiciones de aportar trabajo a la sociedad. Eso sería coherente con lo dispuesto por los dos artículos que siguen al 44, en los cuales se establece que, si bien “todo habitante de la República tiene derecho a gozar de vivienda decorosa”, el Estado sólo “dará asilo a los indigentes o carentes de recursos suficientes que, por su inferioridad física o mental de carácter crónico, estén inhabilitados para el trabajo”. Y también se alinearía con el espantoso 37, donde dice que “es libre la entrada de toda persona en el territorio de la República”, pero que “en ningún caso el inmigrante adolecerá de defectos físicos, mentales o morales que puedan perjudicar a la sociedad”.

La Constitución es como es, hasta que algún día decidamos cambiarla.