La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, viene aplicando una política de “rifle sanitario” ante las denuncias de corrupción contra jerarcas de su gobierno. Del mismo modo en que se decide matar animales para erradicar una enfermedad que los afecta, ella ha pedido la renuncia de los acusados. Este modo de afrontar la cuestión es muy distinto del que aplicaba su antecesor Luiz Inácio Lula da Silva, quien por lo general evitó o postergó cuanto pudo la caída de sus colaboradores en situaciones similares, ateniéndose al principio de tratarlos como inocentes hasta que la Justicia probara lo contrario. Como han hecho, en Uruguay, gobiernos colorados, blancos y frenteamplistas.

La carabina de Rousseff ya tiene varias marcas en su culata. Según el recuento que publicamos hace una semana (ver la diaria del 18/08/11, pág. 8), desde que asumió el poder, en el comienzo de este año, ha forzado las renuncias del ministro de Presidencia, Antonio Palocci, del de Transportes, Alfredo Nascimento, y del de Agricultura, Wagner Rossi, sin contar con las de jerarcas de menor rango, siempre tras denuncias de corrupción divulgadas en medios de comunicación. Desde que se publicó esa nota, quedó a punto de caer por el mismo motivo el ministro de Turismo, Pedro Novais (ver la diaria del 23/08/11, pág. 9); y no se sabe qué ocurrirá con el de Comunicaciones, Paulo Bernardo, ni con su esposa Gleisi Hoffman, jefa de gabinete, contra quienes arrecia una campaña de acusaciones.

Es obvio que esta conducta de la presidenta no se debe solamente a características de su personalidad. En muchos casos las purgas han afectado a personas que estaban en el gobierno desde los tiempos de Lula, en virtud de acuerdos realizados por éste para lograr gobernabilidad (dado que el Partido de los Trabajadores ha ganado tres presidenciales seguidas sin obtener mayoría parlamentaria). Con independencia de otras consideraciones, es fácil imaginar que Rousseff no quiere quedar prisionera del sistema de alianzas construido por su antecesor. En cualquier caso, es interesante considerar pros y contras de las dos maneras de reaccionar ante las denuncias.

Sin duda, la de Rousseff luce mejor a primera vista. No sólo por aquello de serlo y parecerlo, sino también porque proyecta -ante la población en general y ante sus colaboradores en especial, como una especie de advertencia- la imagen de una presidenta que prefiere curarse en salud. Y que paga el precio de perder a colaboradores valiosos (supongamos que así los considera, ya que les había encomendado importantes responsabilidades), para no correr el riesgo de mantener en el gobierno a una persona involucrada en actos ilícitos. También se puede argumentar que, si los acusados resultan ser inocentes, nada impedirá que vuelvan a ocupar altos cargos.

Sin embargo, la conducta de Lula también tiene fundamentos atendibles, aunque pudo resultar menos simpática, irritante o incluso sospechosa de complicidad mafiosa para muchos, como ha ocurrido en nuestro país cada vez que un presidente decidió que no le retiraría la confianza a un jerarca señalado públicamente como corrupto.

Las denuncias publicadas en medios de comunicación pueden ser el resultado de investigaciones periodísticas realizadas con criterios muy rigurosos y sin la menor intencionalidad política, pero todos sabemos que a veces son otra cosa. Dista de ser indiscutible que un gobierno deba reaccionar ante ellas como si estuviera ante las conclusiones de un expediente, y también caben legítimas dudas de que le corresponda al Poder Ejecutivo evaluar las presuntas pruebas por sus propios medios, como si fuera el Judicial, para decidir en cada caso si son válidas o meras incitaciones al linchamiento. La reciente peripecia de Dominique Strauss-Kahn puede ayudarnos a meditar sobre las relaciones entre la lucha política y el escándalo mediático.

Ni el método Rousseff ni el método Lula son irreprochables. La alternativa es difícil, y que todos lo reconozcamos puede contribuir a que mejore la calidad de las decisiones.