Hace diez años que este apestoso mundo viene recibiendo un curso acelerado de por qué la humanidad no tiene paz desde su mero origen. Miembros de una red de fanáticos religiosos llevaron a cabo el tétrico proyecto de demoler a avionazos tres edificios emblemáticos del poderoso país cuyo gobierno les había brindado, poco tiempo antes, armas y entrenamiento para combatir, sin manchar sus uniformes, a otro poderoso país entonces en decadencia. Esas alianzas terminan siendo bien efímeras, como lo demuestra minuto cualquier programa de History Channel y Animal Planet. Las tortillas se siguieron dando vuelta durante la década siguiente.

Las religiones del libro (judíos, cristianos y musulmanes) ensayan explicaciones de fábula: su severo dios, con pretensiones de único, expulsó de una bucólica localidad a la primera pareja heterosexual humana, que se vio obligada a trabajar (qué horrible) y a presenciar el primer homicidio: uno de sus hijos fue el asesino y el otro la víctima.

Este caprichoso dios no ha ayudado mucho en la causa de la paz, pues llegó a aniquilar a casi toda la humanidad en una inundación tremebunda, a un par de ciudades porque no le agradaban sus costumbres sexuales y a instar (en joda, qué gracioso) a uno de sus acólitos preferidos a sacrificar a su hijo menor, después de obligarlo a echar al mayor de su casa por una broma entre niños. Etcétera.

Después, antropólogos y etólogos explicaron que el pez grande se come al chico, que el poderoso somete al débil y que el orangután alfa se pone bastante cruel hasta que los otros machos le muestran las ancas y él puede disponer de las hembras de la manada.

Lo que pasó después del 11 de setiembre de 2001 fue como un modelo resumido de cómo los conflictos se arman por el puro gusto de ejercer poder y mantenerlo. Los dementes de Al Qaeda derrumbaron las Torres Gemelas y un ala del Pentágono. El entonces presidente estadounidense George W. Bush no tuvo ni siquiera las dudas morales y la culpa a lo Hamlet de Adán, Caín y Abraham, y dispuso, con bastante ayuda internacional, la invasión de todo un país empobrecidísimo para castigar a Osama bin Laden. Dos años después, sobre esa infame plataforma, conquistó Iraq, que nada tenía que ver. Toda esa basura para acercar a la humanidad al Apocalipsis. O sea que unos cuantos matones les mintieron a miles de millones de personas, les prometieron la paz, y ahora el mundo está mucho, pero mucho peor que antes.

Ni una sola guerra está justificada. La derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial detuvo el Holocausto. Sin embargo, los aliados no intervinieron en ella por un enfrentamiento ideológico con esa diarrea antropomórfica llamada Adolf Hitler, sino por el territorio y los recursos. Por la plata. Lo que los nazis y sus alcahuetes les hacían a judíos, cristianos, gitanos y homosexuales les importaba mucho menos que lo otro.

En la biblioteca de las filosofías hay dos manuales que tratan de darle sentido a todo esto. Para uno, los seres humanos son, en su origen, buenos, pero se van corrompiendo por el ansia de poder de unos pocos sobre el resto. Para el otro, no hay caso: ésta es la peor especie viva que pueda concebirse, el conflicto es su estado natural, y su destino, el de involucionar hasta convertirse en un enorme panal u hormiguero. Uno va a someter al resto hasta que aparezca una mangosta o el oso Yogui y se coma a toda la comunidad. Y la guerra es la partera de la historia, con minúscula.

Capaz que hay un librito, un fascículo muy fino, en el medio, perdido en el estante o aplastado contra el fondo. Uno que postule, en resumen, que al ser humano, como puede pensar, se le pueden ocurrir algunas ideas para salvar a la especie y que sería una reverenda cagada que no hiciera el esfuerzo de pensarlas y ponerlas en práctica.

El laburo de los políticos es ése. Incluso hay unos cuantos que reciben un sueldo por eso. Algunos, oficialistas u opositores, consideran fantástico pacificar un país extranjero mandando allí a militares educados por otros militares que lucraron y cometieron delitos aberrantes durante la dictadura. O que el Estado no tiene por qué ejercer el monopolio de las armas, ya que algunos ciudadanos tienen derecho a protegerse de los delincuentes, que, a su vez, robarán esas mismas armas o las comprarán en el mercado negro y seguirán alimentando el circuito hasta que no quede ni uno vivo. Algunos de los políticos que dicen eso son terribles izquierdistas, aunque usan los mismos argumentos que Bush para defender la segunda enmienda y las invasiones.

Un país que tanto ha insistido en combatir al tabaco porque mata debería insistir, dentro de fronteras y elevando la voz en la comunidad internacional, en que tendría que prohibirse la fabricación y la tenencia de armas porque matan. Porque no importa si te crees bueno como el pan, tu familia te adora, contás los mejores chistes en la oficina y... ejem... pagás impuestos: si agarrás un arma, ya está en las manos equivocadas. Las tuyas.