A mediados de noviembre, dos semanas después de que el Parlamento desactivara la peor ley de la historia uruguaya, el plenario de centros militares resolvió propiciar la denuncia judicial de ocho asesinatos cometidos antes del golpe de Estado. Estos clubes políticosociales, que reúnen a miembros activos y retirados de las Fuerzas Armadas, imputan de estos delitos a 14 ex guerrilleros tupamaros que no fueron procesados porque la Ley de Amnistía del 8 de marzo de 1985 bloqueó la apertura de nuevos juicios contra “la sedición”. El presidente del Centro Militar, coronel retirado Guillermo Cedrez, emitió la primera señal cuando formuló la posibilidad de reabrir causas contra 34 ex guerrilleros alcanzados por aquella amnistía. Fue una evidente amenaza en represalia por la declaración de imprescriptibilidad de los crímenes del régimen, en cumplimiento del fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos por el caso Gelman. “Al haberse comprobado que el Pacto de San José de Costa Rica […] no admite amnistías, vamos a […] realizar denuncias a las personas responsables de delitos no juzgados”, dijo el militar.

El razonamiento de Cedrez se basa en una falacia: según los tratados internacionales, la imprescriptibilidad se refiere a los crímenes de lesa humanidad, que, de acuerdo con la doctrina más reconocida, sólo pueden ser perpetrados por agentes del Estado o por quienes actúan amparados en sus instituciones. Otras visiones menos aceptadas incluyen acciones “generalizadas y sistemáticas” de insurgentes. Las muertes atribuibles a tupamaros no caben ni en esa definición: fueron chapucerías, palos a ciegas, crueles e injustificables, pero ni “generalizadas” ni “sistemáticas”. Como se lo explicó en 2005 a un auditorio militar cuando era viceministro de Defensa el hoy diputado José Bayardi, la muerte por inyección de pentotal en una tatucera del peón rural Pascasio Báez y la de la limpiadora Hilaria Ibarra, por heridas recibidas en el atentado con bomba contra el Club de Bowling de Carrasco, por ejemplo, fueron asesinatos, no “actos terroristas”.

Para colmo, al influjo de la penetrante “teoría de los dos demonios” se suele incluir en el bando insurgente a los militantes políticos, sindicales y estudiantiles desarmados que constituyeron el grueso de las víctimas de destitución, exilio, tortura, asesinato y desaparición. Por el insistente pregón de represores y defensores de la hoy desactivada Ley de Caducidad, parte de la sociedad uruguaya asigna responsabilidad en la violencia de los años 60 y 70, que sí la tuvieron uniformados y guerrilleros, a quienes no fueron otra cosa que víctimas, miembros de movimientos como el Partido Comunista, el Partido por la Victoria del Pueblo y los Grupos de Acción Unificada, entre muchos otros.

Sí, los tupamaros fueron responsables de la violencia que entonces sufrió el país y cuyas consecuencias se sienten hasta la actualidad. Eso no justifica la monstruosa represión ilegal a la que se los sometió. Nada disculpa la tortura, la toma de rehenes, la reclusión en aljibes y tantas otras bestialidades. Ni que, en nombre del combate a la insurgencia, se haya sometido a colectividades políticas enteras a un verdadero genocidio, ni la práctica de la tortura como método disuasivo de la disidencia dirigido contra toda la sociedad.

Los antiguos miembros del MLN “hicieron” cierta autocrítica. Como la carta abierta del hoy presidente José Mujica, el hoy ministro Eleuterio Fernández Huidobro y el dirigente Julio Marenales en 1997: “Llevamos con orgullo las heridas contraídas en combate. Y con vergüenza las que alguna pésima vez propinamos a enemigos indefensos y a víctimas inocentes”. Una declaración de Mujica diez años después hace dudar de la sinceridad de la disculpa: “De lo que estoy arrepentido es de haber tomado las armas con poco oficio y de no haberle evitado una dictadura al Uruguay”.

Varios elementos deberían darles a entender a los tupamaros que su autocrítica, hasta ahora, ha sido insuficiente. La primera, su propensión al insulto ante cuestionamientos bien intencionados. La segunda, la inquietante cantidad de jóvenes de ayer y de hoy que, por su influencia, creían y creen que la violencia es la partera de la historia. La tercera, que si bien sus crímenes carecieron del arma de la fuerza pública, se camuflaron en eufemismos asimilados a la institucionalidad estatal, como secuestros en “cárceles del pueblo” y asesinatos justificados en “ejecuciones” dispuestas en “juicios populares”. La cuarta, el sufrimiento de las familias de sus víctimas. La quinta, que hoy sí participan en el gobierno. Es preciso garantizarle a la ciudadanía que usarán ese poder por el bien común y no como los represores de uniforme.

De lo contrario, persistirá la duda. ¿Acaso aprendieron que el derramamiento de sangre y el dolor anulan la bondad de cualquier fin? Por ahora, parece que sí, pero la única manera de acabar con los fantasmas es sacarles la sábana para que queden al descubierto.