“Históricamente el Estado ha terminado siendo el enemigo número uno del socialismo”. Éste fue el titular con que el presidente José Mujica estrenó el año 2012, entrevistado por el diario La República. Al día siguiente compartió varias horas de charla y festín con empresarios de distintos rubros, a quienes les dijo: “¿Saben lo que no tiene el Estado? ¿Lo que no va a tener nunca? El Estado no tiene amor. Y por más que quiera, no puede tener amor”.

Seguro que los invitados de Mujica se alborozaron. Pero lo más probable es que concibieran el Estado de un modo algo diferente al de su anfitrión. El presidente se refería a “la burocracia que frena”, o sea a los funcionarios que procuran mantener privilegios (algunos supuestos, algunos reales) y a los sindicatos que defienden sus posiciones. Los empresarios deberían estar pensando también en los controles que las normas le asignan al Estado sobre sus actividades y al gasto público, que se traduce en los impuestos que pagan.

Mujica aprovechó la ocasión para pedirles plata. Donaciones. Sobre todo para construir viviendas. Lo mismo para lo cual el propio presidente, quien vive con muy poca plata, aparta la mayor parte de su sueldo. Y la respuesta de los pobrecitos empresarios fue la esperable: si eso les permitirá reducir sus pagos al fisco, adelante.

O sea que el negocio sería redondo. El Estado obtiene plata si resigna su función de fiscalizar las actividades privadas a través del cobro de impuestos. Lo que siempre se olvidan de decir los defensores del liberalismo económico a ultranza es que las contribuciones al tesoro nacional no sólo sirven para financiar al sector público, sino también para controlar ilícitos e irregularidades de todo calibre. ¿Acaso hay que recordar por qué la quedó Al Capone?

El discurso de Mujica no es nuevo. El año pasado le valió de parte de uno de sus antecesores, Jorge Batlle, el calificativo de “anarquista, no sólo ideológico sino también genético”, y de otro, Julio Sanguinetti, el de “anarquista romántico”. No fue en tono de encomio sino de befa. Mujica mismo suele atornillarse la chapa de “anarco” para distanciarse de aliados suyos como el Partido Comunista. Pero poco antes de ser electo le confió al periodista Samuel Blixen, en el libro El sueño del Pepe, que se proponía “reinventar el capitalismo”, aunque sin “renunciar al socialismo”, al cual, según explicó entonces, se llegaría “por otro camino”, una de cuyas veredas serviría para reubicar “al capitalismo en la explotación de la tierra pero que vaya quedando propiedad del suelo con uso social”. Otro detalle de su novedosa propuesta ideológica es restarle al Estado atribuciones de “patrón”.

El actual presidente no engañó a nadie en la campaña electoral: aún competía por la candidatura frenteamplista con Danilo Astori cuando declaró al semanario Búsqueda su intención de “facilitar lo más posible la inversión privada” para crear empleos, sobre todo en el área de la energía, por ahora reservada a las empresas públicas UTE y ANCAP, y en la de vivienda, “combatiendo las trabas burocráticas del Estado” al financiamiento particular.

En la misma entrevista dejó clara su peculiar visión según la cual el Estado se constituye por quienes trabajan en él. “Lo vamos a cambiar si convencemos a los que están adentro. No le vamos a poder pasar con una aplanadora por arriba. Los sindicatos tienen que colaborar y por eso necesito a los comunistas. Hay que dar una batalla por el convencimiento y hacer funcionar más el Estado como funcionan los privados”, dijo entonces. En parte, ése es el propósito de la recién reglamentada Ley de Participación Público Privada, aprobada el año pasado con oposición del PIT-CNT y del Partido Comunista, cuyos legisladores se retiraron de sala porque la consideraban privatizadora. Tampoco es más de lo mismo que ofrecían blancos y colorados. Un gesto que fue con frecuencia ridiculizado en sus tiempos de ministro de Ganadería, el “asado del Pepe”, dejaba en evidencia el error (o la mentira) de gobiernos anteriores según los cuales nada se podía hacer para poner orden en el sector privado. Mujica demostró que ni siquiera eran necesarias leyes o decretos, sino apenas (y nada menos que) presión política. La carne sería fea o rica, grasosa o nutritiva. Pero la negociación fue exitosa y unas cuantas ollas se llenaron.

Al sector privado el presidente prefiere ponerle la montura despacito. Otros lo espolearían hasta encabritarlo. ¿Servirá para algo? ¿Querrá domarlo o soltarlo libre por las suaves ondulaciones uruguayas? Para responder esa pregunta es preciso contestar otra antes: ¿los empresarios tienen amor? ¿Pueden amarte si te cobran bien caro por sus productos y servicios y te pagan el salario más bajo posible? ¿Vale acusar a los Estados del hambre, la pobreza y el desbarajuste climático que sufre el planeta, o fue la codicia privada lo que, con ayuda estatal, alimentó los monstruos? ¿De quiénes son las penas y de quiénes las vaquitas?