Llamémosle Micaela. Tiene 25 años, trabajo estable y vive con sus padres en algún punto del territorio nacional. Se informó del debate parlamentario por televisión, el martes había accedido a leer el proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo que en ese momento tenía media sanción. Nunca antes había reparado en los detalles de ninguno de los proyectos anteriores similares: “Siempre supe que estaban peleando para que saliera, no era un tema que siguiera, sabía lo básico que pasan por el informativo”. Pero ahora le tocó de cerca.

Está embarazada de ocho semanas. No tiene pareja estable, tuvo una relación sexual en la que usaron preservativo aunque hubo algunos descuidos. Por las dudas tomó las pastillas de emergencia pero no le hicieron efecto. Al mes empezó el periplo de qué hacer. Es la primera vez que queda embarazada; alega que con 25 años siempre tomó precauciones: “Si hubiera querido ya tendría tres hijos, tuve la conciencia y el criterio de prevenir para que no me pasara algo así”. La atan aspectos económicos, cuenta que el sueldo no le da como para independizarse, que su madre no podría cuidar del niño. “No quiero dejarlo en una guardería, cuando tenga un hijo quiero tenerlo conmigo hasta los dos años... y menos quiero tenerlo si no tengo al padre conmigo”, acota. Es su proyecto de vida y el diseño que quisiera para un hijo lo que considera en juego.

Las leyes del mercado

El ginecólogo te lo indica pero no puede recetártelo. Te da una pista sobre cómo conseguirlo. Entonces lo googleás y aparecen un montón de celulares. Llamás y de ese número te derivan a otro. Algunas voces parecen ser la misma, pero queda claro que hay que seguir los mecanismos de la clandestinidad. Se arregla una cita: la voz avisa que tal día va a estar cerca de tal hospital entre tal y cual hora. Llegado ese momento, hay que volver a llamar. Ahí te dan nuevas coordenadas: hay que ir a una terminal de ómnibus y llamar de nuevo. Recién entonces ella te dice dónde está parada y cómo está vestida. En persona, resulta más amable. Van a un baño. Delante tuyo saca de un paquete más grande la cantidad de comprimidos que vos necesitás. Te muestra claramente el nombre del laboratorio y la fecha de vencimiento: acá sí, “todo legal”. También te repite las instrucciones que te había dado el ginecólogo. Vos le das los 5.000 pesos.

En relación al debate político parlamentario sobre el tema comentó: “Es una rabia que no puedas tener el derecho de decidir qué es lo que querés. Hay gente que lo tiene por obligación, me corta todo, es algo que no quería para mi vida”.

Le da bronca que sean los legisladores -la mayoría hombres, remarca- los encargados de habilitar o no una decisión que entiende como personal. “Ellos saben perfectamente cuál es el número de abortos y son conscientes de que es algo que es real, que pasa todos los días y todos los años cada vez más. Es un derecho que tenemos las mujeres que somos las que lo vivimos. Es injusto que no acepten algo que es un criterio de nosotras y lo sufrimos nosotras”. Lo lleva a su círculo de amistades: “Tengo una amiga que está en contra, dice que si sos mujer para abrir las piernas lo sos para tener un hijo. Pero yo tomé las medidas necesarias”, vuelve a alegar, reproduciendo un diálogo que ya ha tenido internamente muchas veces.

Al margen del sistema

Otra amiga le pasó las cuatro pastillas de misoprostol que compró por internet. “No tuve un buen asesoramiento. Me dijeron que me las tenía que poner por la vagina, que de esa manera era más efectivo; sentí escalofríos y tuve calambres pero no me bajó nada”. Entonces fue a la mutualista. No había ido antes. “Es difícil ir al médico, no te imaginás qué te pueden decir, si te pueden apoyar. La consulta fue espectacular, los médicos son conscientes y dicen ‘no te preocupes, es una decisión tuya’”. “La doctora me dijo que tendría que haber tomado las pastillas, me dijo que tenía el cuello del útero chico y eso me jugó en contra, las pastillas no se habían disuelto. Me mandó la ecografía y me dijo que cualquier cosa fuera directo a emergencia. Ahí es donde bajás a tierra y te tranquilizás, es una angustia fatal”, relata.

Consiguió cuatro pastillas más, pero no quería emplearlas hasta que los senadores aprobaran el proyecto. Tenía la ilusión de que al sancionarse fuera legal de inmediato. Pero los tiempos legales suelen diferir de los humanos. Habrá plazos y penas con las que seguir cargando. Micaela contó que, de enterarse, su padre rechazaría la decisión; cree que su madre no discreparía, pero también ante ella oculta la situación, “sería provocarle una angustia”. En ese plano, la ley no podrá hacer maravillas, pero dará mayores garantías a esta práctica solitaria y todavía clandestina.