¡Oh, por fin un debate! la diaria ha publicado tres columnas interesantísimas (“Disparen contra las Humanidades”, “El miedo a la tecnología”, “Venceréis pero no convenceréis”) en las que se discute, básicamente, sobre la pertinencia de invertir en educar a la gente en disciplinas cuya utilidad práctica se pone en duda.

No voy a citar aquí frases de unas y otras; léanlas si son suscriptores y aún no usaron esos ejemplares para prender la estufa (y si lo hicieron, ya habrán tomado partido por la visión utilitaria de las cosas). O si no en internet: son de libre acceso (links al pie de la nota).

La discusión planteada (tecnologías vs humanidades) tiene sus correlatos en distintos planos de la cultura: ciencia aplicada vs ciencia básica, UTU vs Secundaria, trabajo manual vs trabajo intelectual (sea éste humanístico o científico), música popular “comprometida” vs “músicas raras”.

Ante todo discreparé frontalmente con la idea de que las humanidades son para nenes bien que viven del laburo de los demás. Ésa es una visión atolondradamente simplista. Nenes como los descritos hay en todos lados, y no depende de qué hayan estudiado, si es que lo hicieron. Claro, es difícil pensar cómo un electricista puede vivir del trabajo ajeno, pero eso no quiere decir que no ocurra, y más en un país generoso como el nuestro: pensemos en el técnico autorizado por UTE para hacer instalaciones, que dibuja su firma sobre el trabajo de otros (que no poseen dicha autorización) y cobra en consecuencia. O el grado 5 de lo que sea, cuyo nombre aparece en todos los papers que publican sus subordinados. O el músico que vive de los derechos generados por canciones idiotas grabadas por otros, que son quienes aportaron el talento y la magia para que se convirtieran en éxitos (eso que siempre ¡maldición! les pasa a los demás). Sí, yo también estoy siendo simplista; cada uno de estos ejemplos puede ser discutido y tiene contraejemplos. Y eso demuestra la premisa original: la cosa es más complicada de lo que parece.

Tal vez como reacción a las discusiones teóricas excesivamente sesudas, aburridas y acaso inconducentes de otros tiempos, la izquierda ha entrado últimamente en un filopragmatismo que a veces da miedito. Se empezó prefiriendo el actuar sobre el hablar, para terminar negando el pensar. Creer que para ser de izquierda hay que poner voz de SUNCA y contestar “en la contru” cuando te preguntan dónde trabajás, es algo que sólo nos llevará a la sumisión total ante los paradigmas de la derecha, que no por casualidad están ganando tanto terreno en la sociedad toda. Y aclaro que admiro a los albañiles y afines; en este momento miro por la ventana y veo a cinco o seis de ellos haciendo maravillas en el terreno de al lado de casa, donde ayer no había nada y hoy hay una obra en marcha, con un galpón de chapa, tablones, chauras, niveles, tierra apisonada, montañas de arena y pedregullo, ladrillos y hasta un perro que festeja todo.

Creo que el problema es que el saber de esos hombres se considera inferior a otros saberes. Y no lo es. Es otro. Y su principal virtud es que es claramente útil; no así el de un filósofo, paradigma de lo inútil y superfluo en este Nuevo Uruguay.

Sin embargo, he escuchado filosofar a hombres de ésos. De verdad. No como para escribir un libro, claro; no poseen ni el método ni el background necesario. Pero sí filosofar, en el sentido de hacerse preguntas trascendentes, y a veces incluso contestarlas con un ingenio admirable. Eso no es privativo de filósofos con grado y posgrado, como arreglar una mesa no es privativo de carpinteros egresados de la UTU.

Si los ingenieros tuvieran más literatura en su formación, y los historiadores más matemática, ambas carreras producirían mejores profesionales. Porque el cerebro, que en última instancia rige todas estas cosas, es uno solo; y si le negamos una parte del saber, la otra se resiente. Si la gente común supiera algo de estadística, los políticos no le podrían mentir tan salvajemente. Y si tuviera la facultad de arreglar cosas, no disfrutaría tanto de tirarlas antes de tiempo para comprar otras.

Pero el tema central es si el Estado debe invertir en ciertas formas de conocimiento. Bien, imaginemos lo contrario. Si sólo hubiera gente que se dedica a producir cosas evidentemente útiles, podría haber deportes (algo saludable), pero no deportistas profesionales para ir a ver los domingos. Podría haber personas capaces de amenizar una reunión tocando “Zamba de mi esperanza”, pero “Zamba de mi esperanza” no existiría, porque nadie la habría compuesto, y además tampoco existiría el La mayor. Podría haber médicos, pero no remedios, ya que la misma ciencia dejaría de avanzar: un altísimo porcentaje de inventos prácticos se basa en principios que cuando se descubrieron no servían para nada. Los microscopios y telescopios, por ejemplo, no existirían, porque nadie habría perdido tiempo estudiando las leyes de la óptica. Creeríamos que el Sol gira alrededor de la Tierra. Podría haber informativos televisivos, pero claro, como nadie se había puesto a entender por qué cuando frotamos una regla y después la pasamos sobre unos papelitos éstos tienden a pegársele, no conoceríamos la electricidad, así que tampoco habría informativos televisivos. Sí, ya sé, en este caso estaríamos ante una clara ganancia, pero por el mismo motivo no habría cine para ir a pasar el rato. Pero tampoco teatro, ya que no habría actores ni dramaturgos. Y no tendríamos un presidente que planta flores.

Lo inútil es libre, incondicionado, osado y creativo. Lo útil es útil, pero surge de lo inútil. Lo inútil es impredecible e imprescindible. El manzano no sirve para nada hasta que da manzanas. Los humanos somos humanos gracias a lo inútil.

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