Como tantas otras iniciativas gubernamentales en los últimos tiempos, la que busca regular contenidos en los medios de comunicación va y viene, con picos de agitación pública cada vez que parece tener posibilidades de concretarse y, luego, largos períodos de latencia sin que asomen muchos interesados en profundizar un debate que, por ahora, no roza las cuestiones de mayor relevancia para el futuro.

Mientras se procuran, en nombre de los derechos de la infancia, acuerdos mínimos acerca de la programación de los grandes medios tradicionales uruguayos, otros actores acceden a porciones crecientes del público, y las propuestas en discusión no los tienen en cuenta. De modo que, en el mejor de los casos, llegaremos a establecer un marco normativo que nacerá viejo y se volverá obsoleto con rapidez.

Las ideas que maneja el Poder Ejecutivo y que tanto alarman a ciertos actores políticos y empresariales se refieren a un escenario en el que “medios masivos de comunicación” significa, principalmente, emisoras de televisión abierta. Pero en los últimos tiempos se han multiplicado, mediante nuevas tecnologías disponibles para cada vez más gente, las posibilidades de recibir y emitir textos, sonidos e imágenes por otras vías y con mayor potencia. Si Orson Welles realizara hoy su adaptación de La guerra de los mundos, y en vez de presentarla en un formato de noticias radiales lo hiciera difundiendo textos y videos con apariencia de “periodismo ciudadano” mediante Twitter y Facebook, cabe suponer que la oleada de pánico sería mundial.

A fines del mes pasado, una filmación en la intimidad de la boxeadora Chris Namús se hizo pública en internet. Su existencia, divulgada en las llamadas “redes sociales”, atrajo el interés malsano de grandes cantidades de personas dentro y fuera de nuestro país. En casos como ése, cuya frecuencia va en aumento, de nada sirve la regulación de los canales de televisión uruguayos. El impacto de tales canalladas no se propaga con receptores de televisión instalados en el living, sino en las pantallas de otros dispositivos fijos y móviles, por itinerarios que atraviesan las fronteras y quedan fuera del alcance de las normas nacionales, incluyendo por supuesto el horario de protección al menor. Ignorar esto es como pensar que la fuga de capitales puede frenarse con funcionarios apostados en las puertas de los bancos, sin percibir la importancia de las transferencias electrónicas.

La situación creada por las nuevas tecnologías es preocupante, porque sólo se puede pensar en regularla mediante normas internacionales, y a su vez da escalofríos imaginar los riesgos de una regulación en esa escala, con peso decisivo de los Estados más poderosos y dependiente de lo que éstos puedan acordar con las grandes transnacionales de la comunicación y la informática. Pero así está el mundo, amigos, y de él no podemos escapar.

Habrá quienes aleguen, desde un liberalismo bobo, que lo mejor o lo menos malo es la ausencia de regulaciones, e invoquen los posibles usos nobles de las nuevas herramientas de comunicación (incluyendo, claro, la llamada “primavera árabe”) para señalar que más vale tolerar excesos que quedar en manos de la censura totalitaria. Pero los medios tradicionales también pueden emplearse para buenas causas, y a casi nadie se le ocurre que por eso deban derogarse, por ejemplo, las normas que exigen el registro de sus responsables o castigan la divulgación maliciosa de informaciones falsas.

En todo caso, cabe señalar que en Uruguay no sólo afrontamos, como en cualquier país, situaciones insolubles con normas nacionales, sino también otras que simplemente se producen por la falta de leyes actualizadas. El secretario de Presidencia de la República, Alberto Breccia, ha señalado en varias oportunidades el problema de los comentarios difamatorios amparados por el anonimato en sitios de internet, y en cada ocasión ha recibido palos por ello, pero su preocupación es muy legítima. En esos ámbitos son frecuentes los mensajes de odio, las calumnias y toda clase de operaciones de desinformación y manipulación de la opinión pública, pero quienes transforman esas expresiones individuales en algo de alcance masivo, permitiendo su ubicación en un lugar público muy concurrido y de su propiedad, arguyen que no son responsables por el material u opiniones que albergan (véase, por ejemplo, la aclaración al respecto de Montevideo Portal en http://ladiaria.com.uy/UB9 ).

Encarar estas realidades está a nuestro alcance, y no estaría mal hacerlo antes de que la infancia que hoy queremos proteger llegue a la tercera edad.