Hay muchas barreras simbólicas que separan a la mayoría de los periodistas y de los lectores de diarios de los vecinos de Marconi. Ayer había una física: dos vallados dispuestos por la Policía en la calle Aparicio Saravia entre San Martín y Mendoza. Apostados, pidiendo documentos y revisando a la gente que salía, había cinco funcionarios. Al lado de la barrera, aguardaba una camioneta de la Guardia Republicana con 15 efectivos fuertemente armados. Una pareja joven cruzó la frontera llevando a su bebé en un cochecito. “Allá no pasa nada”, se apresuró a aclararnos el hombre, y opinó que la Policía “no está donde tiene que estar”, que es donde “pasan las cosas”. “Yo tengo un hijo, ¿te parece que puedo vivir así?”, preguntó y se marchó sin esperar respuesta.

Rony Trinidad, integrante de la Asociación Civil Casavalle, se acercó y nos pidió que miráramos para la vereda de enfrente, donde se amontonaba la basura junto a las viviendas precarias. Contó que varias veces pidió una pala para sacar él mismo los desechos, para que sus hijos no se criaran entre la mugre, pero sus niños ya cumplieron los 18 años y la pala nunca apareció. “A veces dan ganas de justificar las cagadas”, deslizó.

“Yo los defiendo”

En setiembre de 2011 el Ministerio del Interior lanzó una campaña publicitaria, diseñada por funcionarios del área de comunicación de la propia cartera, con el objetivo de “promover la integración social” e “invitar a la reflexión” sobre la estigmatización de los barrios “más afectados por la delincuencia”. Incluyó dentro de este grupo a los barrios capitalinos Marconi, Borro, Paso de la Arena y 40 semanas.

En el caso de Marconi, la publicidad indicaba: “En el Marconi hay mucha gente que marca tarjeta. Yo los defiendo”, y el texto iba acompañado de la imagen de una policía. “Le recordamos a la gente que aún en esos lugares donde el conflicto social es más potente que en otros, vive mucha gente de trabajo, que estudia o que trata de mantener una buena convivencia”, explicó en aquel momento al Portal 180 uno de los directores de la Unidad de Comunicación del ministerio, Marcelo Barzelli. Sobre las críticas que surgieron luego de la campaña, que señalaban que la publicidad generaba el efecto opuesto al pretendido, Barzeri dijo al mismo medio que hay gente que considera que la campaña “estigmatiza por mencionar a los barrios, pero nosotros sabemos que esto no ocurre porque esos barrios son mencionados por la prensa y por la gente todos los días”.

Eran las 17.00 y en la parada el grupo de siete personas que esperaba desde hacía más de una hora el 405 se fue dispersando. Un policía advertía a los periodistas que querían traspasar la frontera que no se hacía responsable por su integridad física, que podían robarles o pegarles un tiro. Algunos efectivos de la Seccional 12ª, asignados en la garita de la Policía Comunitaria, contaron que sufrían pedreas a diario. Afirmaron que el vallado se colocó por el incendio de los vehículos y coincidieron en que las cosas nunca habían llegado a ese extremo.

Una vez traspasado el límite físico y varias horas después de lo sucedido, la calle Aparicio Saravia parecía tranquila. En la puerta de su casa, un vecino, con termo y mate en mano, no tenía muy claro qué había pasado. “Si pensabas sacar algo en claro, no lo vas a sacar. Habría que terminar con todo el malandraje”, sentenció. Los comercios que podían verse en el entorno eran casas particulares con carteles escritos a mano en la puerta, que en general ofrecían cerveza, vino en caja, cocacola, tabaco y cigarrillos. Había un kiosco de “productos varios” que ampliaba la oferta a pizzas, hamburguesas, panchos y milanesas. Una comerciante protegía los clásicos cajones de frutas y verduras con una reja.

A una cuadra del “lugar de los hechos”, una madre llevaba a su hija en brazos. Su esposo no la dejó salir la noche que incendiaron los taxis; era vecina de la madre del joven muerto. Lo conocía desde los dos años -el domingo, cuando fue asesinado, tenía 26-, y asegura que no tenía “nada que ver”. “Vayan a ver a la madre, está ahí sentada abajo de un árbol”, señaló. Se quiere ir del barrio, puso en venta su casa tres veces, pero cuando se dan cuenta de que es en Marconi nadie quiere comprarla.

Junto a los autos quemados, un grupo de niños y adolescentes, todos varones, de entre diez y 16 años, explicaron por qué los prendieron fuego. Dijeron que después de la rapiña a la panadería, la Policía se puso a detener gente y empezaron a “disparar para todos lados”. Un video filmado por una vecina, que ayer transmitió Canal 4, muestra a un efectivo que dispara al aire en medio de las detenciones, aparentemente sin que haya existido una provocación, y después no muestra más. Los niños afirmaron que una bala policial impactó en el joven de 26 años que estaba “requechando”, revolviendo la basura. Y que prendieron fuego los taxis porque “alguien tiene que hacerse cargo” de eso. “Lo hicimos, pensamos ‘que venga alguien’, pero nadie vino”, dijo el que parecía el mayor de ellos.

Denunciaron que la Policía les pega, que pasan con los autos y les gritan “chupapijas” y “muestran la nueve milímetros”. Estaban muy serios, lúcidos y enojados. Recomendaron que fuéramos a hablar con la madre del asesinado, que “estaba ahí”. Admitieron que estaban armados, pero aseguran que ninguno disparó y que todo se desencadenó cuando la Policía mató al joven. No se explicaban cómo empezaron a disparar cuando había gente que “no tenía nada que ver”. “Estaban todos los pibes del barrio por ahí, había uno de dos años ahí”, señaló un niño que rondaba los diez. Después de eso, incendiaron vehículos, agredieron a un taxista y cortaron la calle. “Estaba toda la gurisada ahí, empezaron a quemar todo, y no había forma de controlarlos”, relató una vecina.

En el camino de regreso se habían secado los charcos que había dejado la breve lluvia, pero el 405 seguía sin pasar. “Parece que no pasa en todo el día”, comentó un vecino y una mujer dijo que iba a ir a buscar a su hija a Mendoza para evitar que tuviera que caminar varias cuadras “en lo oscuro”.

“La mayoría de esos gurises, cuando vos los agarrás solos y les preguntás cuáles son sus sueños, terminan llorando”, dice Rony. Los técnicos del Estado y de las organizaciones sociales que desembarcan en Marconi se van cuando se acaba el financiamiento. La desigualdad es, para Rony, el principal problema, más que el trabajo y más que la inseguridad. Pero la gente del barrio en general no puede verbalizarlo. “Gruñen, putean. No entienden por qué viven una vida miserable en un país que no tiene necesidad de eso”, afirma. El problema empieza desde la nutrición de las madres en el embarazo, continúa.

Cruzamos la frontera, y la parada del 405 estaba irremediablemente vacía. Un policía nos aseguró que en la noche del domingo hubo un tiroteo y a raíz de él “murió” el joven. Su versión no coincide con la de los niños que parecían hacer guardia junto a los autos incendiados. Tampoco con la Diego Fernández, jefe de Policía de Montevideo, quien no descartó que el homicidio se deba a un “ajuste de cuentas” y habló de la “desobediencia ciudadana” como raíz de los disturbios. No se sabía cuándo se levantará el vallado, pero se preveía que el sitio durara un par de días por lo menos. Es la segunda vez que la Policía cerca el barrio; la primera motivó una marcha.

El juez que investiga el asesinato, Nelson dos Santos, cotejaba ayer las armas de los policías con la bala que mató al joven. En la noche había cinco funcionarios emplazados; ocho ya habían sido liberados al igual que nueve vecinos. En la órbita judicial todavía no está claro lo sucedido el domingo, que para el barrio se transformará seguramente en una anécdota más. Porque, como dice al pasar Rony, mientras transita a paso lento por Aparicio Saravia, “en el reino de la inequidad, ¿qué es lo justo?”.