Piove, governo ladro!, dicen en Italia: “Llueve, ¡gobierno ladrón!”. Hay varias versiones sobre el origen histórico de la frase, cuyo sentido actual parodia la costumbre de culpar a las autoridades por todos los males. Pero hay que tomarse la cuestión en serio; los gobiernos tienen responsabilidades relacionadas con los fenómenos climáticos extremos. No sólo cuando impulsan políticas que afectan el ambiente, sino también porque las sociedades contemporáneas les exigen mantener servicios capaces de prever tales fenómenos, cada vez más frecuentes en muchos países, y actuar a tiempo para reducir, en la medida de lo posible, los daños que causan.
El lunes 22, un tribunal regional italiano condenó a seis años de prisión a seis científicos y un ex funcionario por el delito de “homicidio involuntario”, debido a que los halló responsables de no haber alertado adecuadamente antes del terremoto que destruyó en 2009 la ciudad de L'Aquila, causando la muerte de más de 300 personas. Los condenados integraban la Comisión de Grandes Riesgos, y una semana antes del desastre habían expresado, en un informe público, que existían pocas probabilidades de que ocurriera lo que ocurrió. En Chile, con indisimulables connotaciones políticas, se acusa a la ex presidenta Michelle Bachelet y a varios jerarcas de su gobierno por no haber dado a tiempo la voz de alarma en febrero de 2010, cuando la mezcla de un terremoto y un tsunami dejó un saldo de más de 150 personas muertas y otras 25 desaparecidas.
En la escala de nuestro país, el gran temporal del 23 de agosto de 2005 dejó una huella profunda. Hubo diez muertos, más de 1.000 evacuados y cuantiosos daños materiales, entre ellos la destrucción de cientos de viviendas y la pérdida de decenas de miles de árboles, así como la interrupción de servicios básicos como los de suministro de agua, energía eléctrica y conexiones telefónicas. Desde entonces nos acompañan los recuerdos traumáticos y la convicción de que hubo carencias graves del Estado, tanto en la previsión como en las medidas inmediatas ante la emergencia. Para gran parte de la población, toda prudencia es poca.
El escenario incluye un largo conflicto de los trabajadores de Meteorología y la competencia entre los medios de comunicación por ser los primeros en hacer sonar las alarmas y prestigiar a sus propios pronosticadores. El convidado de piedra es la empresa brasileña Metsul, notoria por su advertencia anticipada y acertada en 2005, y que desde entonces, apoyada en esa ventaja, da pelea por convertirse en un referente central, equivalente a las apariciones de Luis Eduardo González después de cada cierre de urnas.
En una población que por diversos factores está muy sensible a cualquier percepción de inseguridad, los peligros del clima se consolidan como un riesgo más a tener en cuenta, y las precauciones privadas se suman a las públicas para crear situaciones como la del martes 23, cuando las suspensiones de actividades resultaron sin duda excesivas, especialmente en la capital. Con criterios parecidos de cautela, los habitantes de países expuestos con frecuencia a terremotos, huracanes, erupciones volcánicas o extremos de temperatura desconocidos por estas tierras deberían abstenerse de trabajar durante gran parte del año.
Mientras tanto, estos asuntos se han cargado de sentido político, como si fueran una extensión de las polémicas sobre la seguridad pública y las medidas que deberían adoptarse a fin de protegernos. Se teme menos a parecer miedoso que a parecer negligente, y está en marcha una subasta al alza para decidir quién se preocupa más por cuidarnos, en la que pujan el oficialismo, la oposición, los empresarios, los comunicadores y todos los interesados en demostrar su sentido de la responsabilidad social. En ese marco, para muchos las principales alertas amarillas, naranjas y rojas parecen ser las relacionadas con su propia imagen, aunque a la gente le garúe finito.