La intrincada novela de la liquidación de Pluna SA creó para blancos y colorados una oportunidad poco frecuente, pero el problema básico de la oposición es el mismo desde hace años: su línea de acción política parece consistir apenas en mantenerse al acecho para golpear al Frente Amplio (FA) cada vez que percibe un posible flanco vulnerable, sin articular una crítica global y mucho menos una propuesta alternativa global.

Algunos esbozan intentos de convencer a la ciudadanía de que el gobierno del FA, por motivos asociados con su ideología, tiende a comportarse de modo inconveniente para el país, pero esos planteos suelen limitarse a refritar acusaciones del tiempo de la Guerra Fría (por ejemplo, sobre el peligro de una presunta vocación totalitaria) y mezclarlos con cuestionamientos bastante superficiales y clasistas al “populismo”, el “subsidio a los vagos” o los modales del presidente. Es aún más infrecuente que se defina y defienda una concepción ideológica contrapuesta y presuntamente mejor para los intereses de la población.

La vida real no le ha proporcionado a la oposición, como punto de apoyo, una crisis económica con inflación desatada, aumentos de la pobreza y el desempleo o caída de la producción; y tampoco actos de gobierno que causen oleadas de indignación al ser percibidos como un ataque a las libertades democráticas. Hay, sí, áreas de la administración pública con resultados insatisfactorios o mediocres, pero no parece que crezca una convicción ciudadana de que por ello es imperioso desalojar a los frenteamplistas del gobierno nacional, o de que colorados y blancos cuentan con equipos capaces de desempeñarse mucho mejor.

Además, gran parte de los votantes todavía ve dentro del propio FA la posibilidad de recambios adecuados para corregir lo que hoy disgusta. Y, por otra parte, los partidos opositores siguen vacilantes ante una pregunta que los desafía desde 2009: ¿qué les conviene más, apostar a la polarización en el eje izquierda-derecha, o ubicarse en un escenario de “fin de las ideologías” y disputarle al FA los electores “moderados” o “centristas” que no deciden su voto a partir de un anclaje doctrinario firme?

La primera opción exige construir un discurso, y eventualmente una coalición, con ese sustento de crítica profunda y contrapropuesta que no han desarrollado (quizá por temor a parecer reaccionarios, quizá por incapacidad para ponerse de acuerdo); la segunda implica poner el acento en ideas aisladas o en el perfil individual de los líderes, suponiendo que, para una porción decisiva de la ciudadanía, la elección de gente que “haga las cosas bien” no depende de cuestiones ideológicas ni de la opción de los partidos por uno u otro “proyecto de país”, sino de la combinación de características personales atractivas y presunta “capacidad de gestión”.

El largo período de acumulación de fuerzas por parte del frenteamplismo combinó ambas líneas de acción, con énfasis fundacional en la primera (cuando sí había creciente descontento y agitación social, desde los años 60, ante la crisis socioeconómica y el autoritarismo gubernamental), y luego, sobre esa base que se siguió cultivando, desarrollo de la segunda. Ahora los partidos llamados tradicionales no atinan a consolidar ninguna de las dos, y siguen discutiendo sobre la necesidad de optar por una u otra.

El resultado es que, incluso ante historias tan apetitosas para la oposición como la de la subasta de los Bombardier y todas sus vueltas de tuerca, que ya se ha ganado un lugar en el repertorio de las murgas para 2013, no queda claro si blancos y colorados fustigan a los frenteamplistas por privatizar o por no privatizar, por defender a los ex trabajadores de Pluna o por no defenderlos, por subordinarse a las leyes del mercado o por no hacerlo, por taimados o por ingenuos, por aferrarse a un programa ideologizado o por carecer de él. Y tampoco se comprende bien qué habrían hecho los opositores si gobernaran, juntos o separados. No se sabe a qué juegan y dependen de que los rivales se hagan goles en contra: así es muy difícil salir campeones.