El procesamiento de dos enfermeros por el homicidio de 16 pacientes en el Hospital Maciel y la Asociación Española causó, como es lógico, una gran conmoción social, agravada por la presunción de que pueden haber causado muchas más muertes. Circulan opiniones emitidas desde posiciones muy diversas, con mayor o menor grado de conocimiento técnico, de intencionalidad, de sensibilidad o de sensatez.
Lo que más importa, por supuesto, es la capacidad de aprendizaje a partir de la tragedia, y en ese sentido afrontamos el imperativo de pensar lo que a muchos les resultaba impensable: habrá que tomar providencias para detectar, dentro del sistema de salud, a personas que tienen -como ha dicho el subsecretario de Salud Pública, Leonel Briozzo- “voluntad de matar”.
Esto siempre fue teóricamente posible y ha ocurrido en otros países, pero sucede que, en el marco de nuestra convivencia social y de la representación mental que nos formamos sobre ella, simplemente no lo considerábamos un riesgo a tener en cuenta, al igual que no esperamos terremotos o erupciones volcánicas. Del mismo modo en que, hace algunas décadas, no veíamos la necesidad de prevenir que se cometieran asesinatos premeditados en el marco de las rivalidades deportivas, o hace aún más tiempo no concebíamos que en Uruguay se pudiera llegar a desarrollar el terrorismo de Estado.
Es una nueva preocupación que llegó para quedarse, más allá de que los efectos traumáticos de este caso puedan atenuarse con el tiempo (y, entre otros daños colaterales, complicará el necesario debate sobre normas que permitan abreviar la agonía de los enfermos deshauciados). Pero para lograr un auténtico aprendizaje deberíamos reconocer que ocurrió algo socialmente imprevisto, algo que los procesos de supervisión que hace pocos días creíamos pertinentes en las instituciones de asistencia sanitaria no estaban diseñados para detectar e impedir.
Es cierto que fallaron varios de los controles establecidos -por ejemplo, el del acceso a las sustancias empleadas para matar a pacientes- pero esos procedimientos apuntan a evitar problemas conocidos y frecuentes como el del robo de medicamentos, no a frenar acciones homicidas. Por lo tanto, si bien corresponde identificar, sancionar y corregir ineptitudes o negligencias, es extemporáneo tratar a quienes debían ejercer esos controles como si hubieran tenido a su cargo la identificación de posibles asesinos.
Si mañana, por ejemplo, se descubriera que un par de trabajadores del computest dañaban deliberadamente los frenos de los vehículos, causando siniestros con víctimas fatales, no tendría sentido juzgar a quienes deben supervisar la realización de los exámenes como si esa barbaridad hubiera estado prevista.
En este sentido, algunos reclamos de remoción de autoridades, basados en considerarlas responsables de algo que ni ellas ni nadie imaginaban que pudiera ocurrir, están tan fuera de lugar como los presuntos chistes de la abogada de uno de los enfermeros, o la comparación del senador Sergio Abreu entre este caso y los de detenidos desaparecidos en la dictadura.
Pero hay, sin embargo, responsabilidades que no deberían ser pasadas por alto, por más que eso pueda desestabilizar los “equilibrios sectoriales” en la distribución de cargos de gobierno a sectores oficialistas, o agitar la interna frenteamplista camino a las elecciones internas de mayo.
El Ministerio de Salud Pública emitió, en la noche del martes 20, un comunicado con el título “Familiares de Gladys Lemos”: “Ojalá que se quede, que lo dejen, que pueda trabajar, que nosotros lo apoyamos”. Se refería a que el ministro Jorge Venegas había visitado poco antes a familiares de una de las asesinadas, y señalaba que éstos expresaron su deseo de que el presidente José Mujica le diera “todo su apoyo” al jerarca. Esta utilización ministerial de las víctimas no es aceptable, no se puede tolerar en silencio. El actual ministro y sus antecesores no tenían la obligación de mantenerse alertas para que ningún enfermero cometiera asesinatos en serie, pero sí la obligación de mantener el pulso ético firme.