Pedir no significa que se reciba. Hasta la Iglesia Católica, con larga experiencia en conceder perdones y últimamente con inclinación a solicitarlos, plantea desde hace siglos varios requisitos para ser perdonado. Entre ellos, el “dolor de los pecados” (reconociendo que no son equivalentes un verdadero arrepentimiento y una aflicción causada por el temor al castigo), el “propósito de enmienda” y el cumplimiento de la satisfacción o penitencia correspondiente, además de la obvia declaración de las faltas y la incluso más obvia declaración de que se desea el perdón. Como se ve, los responsables del terrorismo de Estado deben varias materias, y en todo caso no han manifestado públicamente nada parecido a la voluntad de ofrecer disculpas.
Pero por algún motivo -o quizá por varios, en una mezcla de malentendidos, facilismos, buenas intenciones y también de las otras-, hace semanas que se habla de un “acto de perdón” en relación con la ceremonia que se realizará mañana, en el Palacio Legislativo, como parte del cumplimiento de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) sobre el “caso Gelman”. Como si alguien fuera a perdonar en vivo y en directo, cuando la idea manejada y desechada fue que el perdón se pidiera (ver las páginas 10 y 11).
Lo que el Estado uruguayo debe hacer es un acto de “reconocimiento de responsabilidad” en el secuestro y desaparición de María Claudia García de Gelman. Eso le ordenó la Corte IDH, por hallar que no había cumplido las obligaciones asumidas al ratificar la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas.
Esa Corte, que es parte del sistema de la Organización de Estados Americanos, no juzga la conducta de las personas o de las organizaciones guerrilleras, sino la de los Estados, más precisamente la de aquellos que le han reconocido expresamente competencia para juzgarlos mediante la aceptación voluntaria de tratados internacionales, de modo que no hubo aquí una intervención violatoria de nuestra soberanía ni nada por el estilo. Y carece de sentido la idea de que este reconocimiento de responsabilidad estatal debería ser acompañado por otro, a cargo de representantes del MLN-Tupamaros o de cualquier otro “demonio”.
Hubiese sido mejor que el Estado uruguayo decidiera libremente lo que la Corte IDH le mandó hacer (incluyendo la anulación de los efectos de la Ley de Caducidad), pero las cosas son como son, y una vez que estuvo planteada la obligación en lo referido al “caso Gelman” surgió la idea de un reconocimiento de responsabilidad genérico, que abarcara todas las violaciones de los derechos humanos cometidas por la dictadura.
Es cierto que hubo asunciones anteriores de esa responsabilidad, más o menos explícitas, en el fundamento de las decisiones estatales que otorgaron distintas formas de reparación a víctimas de la dictadura, en las conclusiones de la Comisión para la Paz formada por Jorge Batlle y en la investigación histórica sobre los detenidos desaparecidos, la dictadura y el terrorismo de Estado, que comenzó a publicarse durante el gobierno de Tabaré Vázquez. Pero la Corte IDH las halló insuficientes.
Lo que no tiene asidero, y revela un profundo desconocimiento del derecho nacional e internacional, es rechazar la idea de que el Estado asuma esa responsabilidad, alegando que los crímenes fueron perpetrados por un gobierno ilegítimo. Cometer, durante más de una década, delitos de lesa humanidad mediante el aparato estatal no es comparable con el acto aislado de un intruso.
Algunas -pocas- decisiones de la dictadura fueron anuladas en 1985, y se ha impugnado sin éxito la validez de otras -como las relacionadas con el endeudamiento externo-, pero en la amplísima mayoría de los casos prevalece el criterio de la continuidad institucional, y es obvio que si el Estado uruguayo hubiera declarado su ajenidad a todos los actos de gobierno dictatoriales (incluyendo, por ejemplo, las asignaciones de presupuesto, el cobro de impuestos, el pago de jubilaciones, los ascensos de funcionarios, las devaluaciones y los cambios de unidad monetaria), el país habría ingresado en una situación de total caos.
Es justamente por ese criterio de continuidad institucional que mañana veremos algo muy extraño: cuando el Estado asuma su responsabilidad por actos de terrorismo de Estado, entre los representantes estatales habrá numerosas víctimas de esos crímenes, empezando por el presidente José Mujica.
En general, es muy común que las instituciones asuman su continuidad: a nadie le llama la atención que un club de fútbol señale cuántas veces ganó determinado campeonato, con independencia de que en cada ocasión fueran distintas sus autoridades; ni que un Estado declare que ha sido pionero en tal o cual avance, aunque el partido gobernante cuando eso sucedió actúe desde hace tiempo en la oposición. O que el diario El País, en su momento decidido defensor y propagandista de la dictadura, calificara de “inaceptable” el fallo de la Corte IDH en su editorial del domingo 11 de este mes.
Del mismo modo, la tesis de que una institución no puede pedir perdón, porque hacerlo -al igual que perdonar- implica un proceso subjetivo individual, no suele tener su equivalente cuando se producen expresiones de “satisfacción” u “orgullo” -sentimientos también individuales y subjetivos- en nombre del Estado o, ya que estamos, del Ejército.
Siempre se trata, por supuesto, de gestos simbólicos: aun si aceptáramos que una institución pueda pedir perdón, sería muy difícil concebir que alguien pudiera perdonar a una institución como tal.
En resumidas cuentas, lo que importa es que se asuma la responsabilidad estatal. Eso implica, como lo establece el mismo fallo de la Corte IDH, un compromiso de poner el aparato del Estado -el mismo que se usó antes para cometer atrocidades- al servicio de la reparación y la prevención, que abarcan, por supuesto, acciones judiciales y la remoción de obstáculos para que éstas se lleven a cabo, pero también el acceso a la información y la preservación de la memoria, requisitos para que la sociedad comprenda lo que ocurrió y asuma un auténtico “nunca más”, con la firme decisión de fortalecer la democracia en todas sus dimensiones. Como dijo Mujica el jueves 15, en la presentación del libro Yo también tengo mi historia, “los Estados no tienen amor”, y “eso lo tienen que poner las personas, los seres humanos”.