Las reiteradas dificultades para que se apruebe la despenalización del aborto dicen mucho acerca de los partidos uruguayos y de su relación con la sociedad, a la cual deben representar en el Parlamento.

Hay que situar este asunto así, como un problema vinculado con todo el sistema partidario, aunque los bloqueos más notorios se produzcan dentro del oficialismo frenteamplista. No cabe duda de que al Frente Amplio le corresponde una gran parte de la responsabilidad, ya que dispone de mayoría propia en ambas cámaras pero no parece capaz de cumplir, en esta materia, con el Programa 2010-2015, que aprobó su V Congreso Extraordinario, en diciembre de 2008. Sin embargo, existe también una clara voluntad favorable a la despenalización del aborto en gran parte de los votantes de los demás partidos, que sus representantes en el Poder Legislativo no expresan.

La empresa Factum comenzó a estudiar la cuestión en 1993. Desde entonces registró, sistemáticamente, una mayoría favorable a la interrupción voluntaria del embarazo en las 12 primeras semanas, que oscila entre 54% y 63% del total de habilitados para votar, y opiniones negativas entre 27% y 37%. Tal mayoría no está formada sólo por frenteamplistas: en una encuesta realizada por esa firma después del veto de Tabaré Vázquez a la Ley de Salud Sexual y Reproductiva que se aprobó a fines de 2008, apoyaron la despenalización del aborto siete de cada diez frenteamplistas, seis de cada diez colorados, poco más de la mitad de los blancos (con 45% a favor y 44% en contra) y dos tercios de los votantes de partidos menores y de los indecisos (http://ladiaria.com.uy/Uv ).

La democracia no funciona bien si una mayoría consistente de la ciudadanía no logra prevalecer sino que depende, para saber si obtendrá alguna satisfacción parcial de sus aspiraciones, de la negociación que casi medio centenar de legisladores pueda realizar con una o dos personas que se hacen fuertes en la defensa de ocurrencias individuales, y obtienen así sus proverbiales 15 minutos de fama.

Para que esto suceda inciden varios factores, que están presentes de modo desigual en cada partido, pero no faltan en ninguno de ellos.

Como se decía hace muchos años, “los gobiernos se han sublevao”. La escasez de participación ciudadana ha sido funcional a una creciente autonomía de las cúpulas gubernamentales, partidarias y sectoriales con respecto a quienes legitiman su mando. Como si, en una perversión de la sentencia artiguista, la capacidad de incidencia de la gente emanara de las autoridades y cesara ante su presencia soberana.

En ese marco de autonomía, las autoridades de los lemas privilegian el objetivo electoral global en desmedro de la coherencia interna, con la idea de que “todo suma”, y admiten la inclusión en las listas de personas con las cuales no han establecido un contrato claro de obligaciones programáticas y disciplinarias (este problema se agrava en la medida en que el debate ideológico es marginal y pobre).

Además, los elencos dirigentes se sienten investidos de autoridad para determinar, en función de sus propias convicciones, estrategias y componendas internas, qué demandas de los votantes pueden y deben ser mantenidas a raya. O para dictaminar en qué asuntos es tolerable que algún legislador se corte solo y en cuáles hay que presionarlo para que se subordine a la mayoría. Como todos sabemos, las discrepancias internas sobre cuestiones de política económica o relaciones internacionales son consideradas graves y se suelen menospreciar las relacionadas con derechos de grupos cuya capacidad de desestabilización o de “voto castigo” es débil.

Si a esto le agregamos altas dosis de machismo y de hipocresía, se comprende con facilidad por qué, una vez más, corremos peligro de que siga en pie la normativa sobre el aborto de 1938, que nadie votaría hoy y cuya aplicación omiten los poderes del Estado, pero que tiene un alto costo en vidas, padecimientos, desigualdad social y discriminación de género.