Más allá de los hechos puntuales que entretienen a la opinión pública, hay un fenómeno más global y preocupante. Se trata de las infranqueables barreras que existen entre los que opinan de un modo u otro frente a cada uno de esos hechos. Barreras que tienen la particularidad de cortar el espectro político por cualquier lado. Desde la gran brecha histórica entre los que votaron a favor o en contra de dejar sin efecto la Ley de Caducidad en los plebiscitos, pasando por las opiniones sobre el impuesto a la renta o las políticas sociales del primer gobierno de izquierda, hasta la baja de la edad de imputabilidad de los menores o la despenalización del aborto.
En todos los casos campea el maniqueísmo más barato: nosotros somos los buenos, los honrados, los trabajadores, y ellos los vagos, los drogadictos, los violentos o los asesinos, según el caso. No importa que todas las estadísticas indiquen que en todas partes se cuecen habas; que en todas las clases sociales (o grupos políticos, o el criterio de división que se les ocurra) se consumen drogas, que en todas se practica la violencia en algunas de sus formas, que en todas la gente se hace abortos. Variando, claro está, la calidad de la droga consumida, o la capacidad de evitar que el delito salte a la luz pública (o de eludir la pena correspondiente), o el nivel de higiene de la clínica clandestina. Eso también lo sabe cualquiera, pero por algún extraño motivo es dejado a un lado. Se tiende a identificar al “enemigo” y asociarlo con determinada clase social o grupo etario. Pero tal vez sea en lo referente a la situación carcelaria donde la violencia verbal haya alcanzado los límites más insospechados. En las redes sociales, en los programas de radio, en el bar, se escuchan opiniones que uno creía relegadas a épocas remotas o a minorías fundamentalistas.
Existen dos visiones: de un lado, que los que delinquieron tienen derechos, que las cárceles son para rehabilitar y no para castigar, y que es imposible tal rehabilitación en las condiciones actuales. Del otro, se habla de castigos ejemplarizantes, resultando que cuanto más inhumanas sean las cárceles, más efectivas resultan.
El presidente Mujica, por su parte, opina que los que no estuvieron presos no saben de qué hablan.
La primera visión suele asociarse a ideas de izquierda. Sin embargo, la sensación es que, en los dos gobiernos del Frente Amplio (FA), cada ministro del Interior vino con una receta, y a medida que la aplicó la fue variando de acuerdo a los acontecimientos y a las presiones a que se vio sometido, o simplemente fue sustituido por otro sin que quedara claro si su plan había fracasado, o en qué consistirían las bases de la nueva política. Da la impresión de que se improvisa bastante. Nunca escuché un debate sincero acerca de cuál es el mejor camino a seguir: lo que se dice públicamente suele consistir en un cúmulo de frases prejuiciosas que pretenden dar un barniz de firmeza y seriedad a quien las pronuncia. Y resulta algo paradójica la actual campaña interna del FA, en la que los candidatos sonríen y hablan de integración, mientras en las cárceles no habrá picana ni submarino, pero sí unos cuantos malos (muy malos) tratos.
Y si vamos a la segunda visión, ¿no debería ser claro que a los que no están presos tampoco les conviene esta situación? Porque no se trata solamente de altruismo. Cuanto peor se trate a los presos, menos expectativas hay de que se hayan rehabilitado cuando, cumplida su condena, obtengan la libertad. Que es tan legítima como nuestro derecho a trabajar o a recibir atención médica. Esto es así; la ley es la que es, y no podemos ser legalistas sólo cuando las leyes sintonizan con nuestros más primitivos temores. Todos los presos salen en algún momento, si no se incendian sus celdas o mueren antes de un balazo o como sea. Cualquiera sea el delito cometido por una persona, nos la podemos cruzar por la calle más tarde. Si un día -supongamos- un ex convicto reincide y nos asalta apuntándonos con un arma, ¿resulta tranquilizante saber que ha sido previamente sometido a un infierno hasta el punto de que le importe muy poco lo que pase con su vida o con la nuestra?
Tanto el interés por los demás como el egoísmo a ultranza deberían llevarnos a concluir que el desastre que son las cárceles uruguayas no le conviene a nadie. Y que estén entre las peores del mundo no se condice con la imagen de pueblo culto y civilizado que nos embutieron en la escuela, y en la que todos alguna vez creímos. Y demuestra que es mucho más fácil cambiar el gobierno de un país que la cabeza de sus votantes.