El asesinato de Gastón Hernández el 12 de este mes, en el local de La Pasiva donde trabajaba, fue visto por muchos como un punto de apoyo para reafirmar sus ideas acerca de las medidas necesarias para disminuir la inseguridad, y en especial para ganar apoyo a la propuesta de bajar la edad de imputabilidad penal. Ahora que las circunstancias en que se produjo el homicidio fueron aclaradas y los responsables están procesados, podemos ver -si estamos realmente dispuestos a ello- cuánta importancia tiene la investigación cuidadosa de los hechos más allá de sus apariencias, sin precipitarnos a dar por demostrado lo que pensábamos antes de que ocurrieran. Sólo así es posible aprender algo, y la precaución es más necesaria cuando, como en este caso, se produce un acontecimiento indignante, que nos nubla la razón.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras; el problema es cuáles son esas palabras. Las imágenes -por ejemplo, las de la cámara de seguridad que registró el asesinato de Hernández- pueden ser engañosas cuando no conocemos el contexto.
La filmación fue divulgada una y otra vez, y al comienzo circuló -ad nauseam- un relato sobre lo que presuntamente “decían” las imágenes: que se había disparado contra Hernández “sin motivo”, y que eso demostraba el extremo de brutalidad al que han llegado los “menores marginales”, “los pichis”, “las lacras”, “las cucarachas” con las que no deberíamos tener piedad.
Cuando los participantes en el asalto y el homicidio fueron capturados y llevados ante la Justicia, apareció un nuevo relato: se invocaron “fuentes” para propagar la versión de que el asesino había manifestado, cuando se le interrogó, que “hay que tirar para que te respeten”. Ya no era “porque sí”; cambiaron las palabras por las que presuntamente valía la imagen, pero igual se reafirmó la idea de que, como también se dijo que había dicho, “son ellos o nosotros”.
Resulta, sin embargo, que el juez de menores Hugo Morales aclaró que el procesado por homicidio nunca le había dicho lo de que hay que tirar para ganar respeto. Y resulta también que no mató porque sí, sino que el asalto y el asesinato fueron planificados como partes de la misma operación: una ex empleada del establecimiento, que por cierto no es menor de 18 años y que también fue procesada, ofreció la información necesaria para robar a cambio de que se matara al responsable del local, con quien había tenido un duro entredicho; los delincuentes fueron con la intención de pegarle un tiro a esa persona, para cumplir con su parte del acuerdo, y dispararon por error contra Hernández.
Cuando eso quedó claro, los interesados en que el trágico episodio confirmara sus ideas pasaron a otro tópico: el de que las normas actuales llevan a que los adultos se valgan de menores de 18 años para cometer delitos. Su conclusión no es que debe castigarse con mayor severidad ese tipo de instigación, sino que debe bajarse la edad de imputabilidad penal: es un razonamiento similar al de quienes sostienen que, como los terroristas se esconden entre la población civil, hay que legitimar el bombardeo contra no combatientes.
Cuando lean esta nota, muchas de esas personas dirán que el autor desprecia a las víctimas de la inseguridad, que se preocupa más por las causas de los delitos que por sus consecuencias, y que su insensatez le impide darse cuenta de que obviamente necesitamos más policías, más represión y penas más duras. Ya no quieren ni oír hablar de otra cosa, y sobre todo les irrita que se ponga en duda la eficacia de tales medidas. A otros los saca de quicio ese sonsonete y el de la baja de la edad de imputabilidad. No nos queremos escuchar. Un prejuicio vale más que mil palabras, y perdemos de vista la posibilidad de que eso tenga alguna relación con el problema de la violencia.