En un artículo de opinión de Aldo Marchesi publicado el lunes 11 en la diaria (http://ladiaria.com.uy/articulo/2012/6/el-mismo-cielo/) se intenta asimilar a través de una argumentación muy superficial la situación de las personas privadas de libertad en la actualidad con la de quienes sufrieron prisión política durante la dictadura militar. Para luego concluir que “Para unos, los derechos humanos; para los otros, la seguridad pública”.

El simple paralelismo que se intenta construir basado en la edad de los reclusos y la tasa de privación de libertad en relación a la población no resiste el más mínimo análisis: hoy vivimos en un estado de derecho y no bajo una dictadura que practica el terrorismo de Estado. Plena libertad de expresión, un Parlamento legítimo y legitimado por la elección libre y periódica del cuerpo electoral, un Poder Judicial independiente e instituciones como el Comisionado Parlamentario para el Sistema Carcelario y la recientemente creada Institución de Derechos Humanos. La Policía Nacional sujeta a todos los controles judiciales y administrativos establecidos en la Constitución de la República y en la ley. Y una legislación avanzada, entre otras en materia de libertad de expresión, recurso de amparo, tipificación del crimen de tortura (ley 18.026). El país trabaja activamente y colabora de buena fe con los sistemas de supervisión internacional de protección de los derechos humanos, tanto el americano como el universal.

La dictadura militar devenida en terrorismo de Estado presentaba una situación muy distinta. Miles de presos privados de su libertad con largas condenas por las Fuerzas Armadas a través de la llamada Justicia Militar, sin haber cometido delito alguno, es decir, encarcelamiento por opinión o creencia, la tortura sistemática en cuarteles y comisarías, la coordinación represiva ilegal e internacional a través del Plan Cóndor. Asimismo, la creación de status de ciudadanos de primera y de segunda, el férreo control de la prensa y los medios de comunicación, la actividad sindical y gremial prohibida y reprimida, el control de toda actividad social considerada sospechosa. Además de los asesinatos y las desapariciones forzadas, en fin, la falta total de garantías en el marco de un Poder Judicial impotente, un Poder Legislativo clausurado, y miles de exiliados y perseguidos.

Es decir, que la comparación es entre el día y la noche.

Negar ese paralelismo grosero sin justificación real no significa eludir el análisis de la realidad existente. Tenemos sí un problema en materia de seguridad pública, que se relaciona con el número de personas privadas de libertad y las condiciones de los penales. La situación carcelaria ha sido diagnosticada desde hace años, y en especial por la Comisión sobre el Sistema Carcelario, presidida por el Dr. Tomassino a mediados de la década del 90. Historia conocida: hacinamiento, un porcentaje importante de presos sin condena y la incapacidad del sistema penitenciario de cumplir un fin de rehabilitación y reinserción social.

Esta situación se agravó por la peor crisis económica y social que haya sufrido el país en el año 2002, y así la encontró el Frente Amplio en el año 2005. Ha sido el gobierno progresista el que declaró la crisis humanitaria del sistema carcelario en el año 2005, invitó al Relator Especial de las Naciones Unidas y trabajó con sus recomendaciones dictadas en el año 2009. Se han buscado y logrado acuerdos multipartidarios y han aumentado en el presupuesto vigente sensiblemente las partidas para poder mejorar en forma sustancial las condiciones del sistema en el país.

En Uruguay, como en todos aquellos países que disfrutan de una sociedad democrática, en el debate sobre este tema como sobre cualquier otro, el discurso público no es uno solo ni lo construye un solo actor. Hay un relato que exige ley y orden, más penas y mayor dureza en su aplicación para el combate al delito que prevaleció en los 90 y que además se desentendía de los reclusos.

Pero no es el discurso del Frente Amplio ni del gobierno. Menos aún que haya una connivencia del Poder Ejecutivo con algunos programas en los medios masivos de comunicación que han transitado por la línea de quienes, como dice el autor de la nota, “banalizaron y justificaron el maltrato carcelario”.

Ése no ha sido nunca el discurso del gobierno progresista, a nivel nacional o internacional. Nunca se ha negado ni se ha justificado la negación o violación de los derechos de las personas privadas de libertad. Todo lo contrario.

El triste y trágico accidente del penal de Rocha, que mucho lamentamos y no debió suceder bajo ninguna circunstancia, se encuentra bajo investigación judicial y administrativa. Si alguna responsabilidad se derivara de esas actuaciones, exigiremos que todo el peso de la ley caiga sobre los eventuales culpables.

Encarar los temas de seguridad, tanto pública como ciudadana -designación que prefiero-, afirmar que la seguridad no es contraria a los derechos humanos sino que puede y debe ser asegurada en el marco de su plena vigencia- necesita, además de sensibilidad, de rigor. Los tristes y desgraciados hechos en que se enmarcaron los motines carcelarios comenzaron un 20 de abril con el asesinato de un policía en una cárcel con un arma de fuego, lo que derivó en acciones violentas y destrucción de infraestructura carcelaria.

Se ha restablecido el orden de acuerdo a derecho y utilizando la fuerza pública de forma progresiva, racional y proporcional a las circunstancias, que eran realmente graves. No es cierto que hayan transcurrido dos meses sin la debida actuación de la autoridad, a fin de que los reclusos no continúen cumpliendo su pena a la intemperie, para empezar, porque ni siquiera transcurrió ese plazo y para continuar porque se ha asumido la tarea de realojar lo más rápido posible a ese conjunto de reclusos en el marco de la reforma carcelaria que se está llevando adelante.

La tesis más reaccionaria de la derecha política ha justificado la tortura, la desaparición forzada, las ejecuciones, el abuso sexual y la violación por razones de seguridad nacional, la existencia de una guerra, la “orientalidad” y el ser nacional. A ello ha contribuido la ley de impunidad -que con tanto trabajo se logró erradicar de nuestro orden jurídico- en la medida en que reforzaba una cultura de impunidad.

Es injusto sostener que aquellos que luchamos por la plena vigencia de los derechos humanos de las víctimas en el pasado reciente, con su legado todavía lacerante en el presente y su negativo impacto en el futuro, estamos negando de alguna manera los derechos humanos de todas las personas, incluyendo a las privadas de libertad. Pero, lo que es más grave aún, no se ajusta a la verdad. Sólo parece que puede contribuir a erosionar una lucha tan valiente como digna, que busca afirmar el principio según el cual en toda situación la acción del Estado tiene límites que no pueden traspasarse.