En una nota publicada en marzo en la diaria (http://ladiaria.com.uy/UBC) reflexionaba sobre el rol de la OPP como motor de diseño de políticas de mediano y largo plazo, orientadas a coordinar un modelo de desarrollo basado en una adecuada articulación entre crecimiento e integración social. En ese contexto, afirmaba que la OPP no debe constituirse en una especie de asesoría económica para disputarle al Ministerio de Economía espacios de poder y toma de decisiones en cuestiones de coyuntura. También afirmaba que el rol de las máximas autoridades de gobierno no consiste sólo en gestionar políticamente los aparatos ministeriales, sino también en legitimar discursivamente (de forma coordinada a nivel de gabinete) las políticas públicas.

Lo político era para los antiguos griegos aquello que merece ser visto y oído por todos.

Esa nota evidentemente generó enojo en autoridades de gobierno con mucha capacidad de presión y las consecuencias se hicieron notar inmediatamente, ya que en aquel momento venía trabajando como consultor para algunas reparticiones del Estado, cosa que no he podido seguir haciendo. Lo preocupante no es caer en el ostracismo político y estar vetado para volver a ocupar un cargo de confianza política en el sector público, en esta administración frenteamplista o en una futura. Cuando renuncié a mi cargo de subdirector de la OPP era consciente de las consecuencias políticas en el presente y en el futuro. Afortunadamente, como politólogo tengo una profesión de la que vivo, ejerciendo la docencia y la investigación.

También era y soy consciente de las consecuencias políticas que me iban a acarrear, cuando hablo y escribo sobre la necesidad de cambiar la lógica de incentivos de los actores políticos para avanzar en la profesionalización de la gestión pública (por ello también pagué consecuencias en la administración anterior). Lo más preocupante es la transgresión de los límites entre lo público y lo privado, cuando el poder del aparato de gobierno hace sentir sus peso sobre la esfera laboral privada. Estamos entonces en un ámbito complejo para el Estado de Derecho. Esto tiene que ver con una ética y las formas de hacer política. No basta con posicionarse desde la izquierda aludiendo al contenido de las políticas públicas y el rol del Estado para reivindicar una determinada ética de la política. La ética de la política tiene que ver también con aceptar al otro en su diferencia y con un uso sin politización de la maquinaria del Estado.

La sociedad uruguaya y todo el sistema político (gobierno y oposición) vienen advirtiendo por los problemas de “gestión” en áreas de las políticas públicas (seguridad ciudadana, vivienda, salud, educación, medio ambiente, etcétera), pero no aparece con claridad la hoja de ruta para salir de ese impasse.

Sin ánimo de explicar todos los problemas de la sociedad uruguaya a partir de las debilidades de la gestión pública, y sin creer que todos los males del sector público se solucionan con una mejor gestión (los problemas políticos requieren soluciones políticas), desde hace tiempo he venido sosteniendo que es necesario profesionalizar la gestión pública de manera de elevar los estándares de eficiencia y eficacia de la misma. Profesionalizar implica trazar una línea divisoria entre la lógica de la política y la lógica de la gestión al interior del sector público. No se trata de reducir el rol de la política y los políticos. Los políticos del Ejecutivo tienen que marcar los lineamientos y objetivos de las políticas públicas, lograr consensos para llevarlas a cabo, explicar su alcance de forma clara a la ciudadanía y rendir cuentas por ello. Los profesionales de la gestión (altos directivos, gerentes públicos y funcionarios de línea), en cambio, deben interpretar fielmente estos lineamientos y aplicar con un margen de autonomía su experiencia para implementarlas.

Esta línea divisoria es variable según el sistema político en cuestión. Los países de tradición Westminster Whitehall trazan esta línea muy arriba en las jerarquías de los organismos públicos, ya que prácticamente no son permitidas las designaciones políticas en la maquinaria de gobierno. Otros países de tradición europeo continental (Alemania, Francia, España) trazan esta línea más abajo y son más numerosas las designaciones políticas (aunque en Francia y Alemania suelen ser funcionarios de carrera los designados en las altas jerarquías).

En América Latina, y en Uruguay en particular, esta línea divisoria no está trazada con claridad. A veces formalmente, y otras informalmente, los funcionarios profesionales de la gestión son desplazados de los cargos jerárquicos (no sólo de primer nivel, sino de segundo y tercero), por integrantes de un partido político, o simplemente por alguien de confianza política, sin tener necesariamente los conocimientos que requiere la gestión profesional en esa área de gobierno.

Otras veces las designaciones tienen que ver con poderes fácticos con los que se quiere establecer una alianza de gobernabilidad (pienso la forma en que fueron, en muchos casos, designados directores de establecimiento en el Sirpa, directores de hospitales, jefaturas de Policía o jerarquías intermedias en las empresas públicas).

Para que esta ecuación cambie es necesario modificar los incentivos que el sistema político y los políticos tienen para realizar dichas designaciones. Mientras los partidos se sigan financiando mayoritariamente (lamentablemente no podemos dar cifras ya que esta información no es pública, a pesar de que se trata de dineros públicos), a través de un porcentaje de los sueldos de las personas designadas en un cargo público, el camino a la profesionalización de la gestión pública seguirá siendo una utopía.

Esto explica, en parte, la lucha descarnada de las fracciones de un partido político por repartirse el botín de cargos en la maquinaria de gobierno. Los partidos políticos en Alemania sólo financian una parte insignificante de su presupuesto con cargos en la maquinaria pública, lo que reduce enormemente las presiones a la politización de la gestión pública. Esto no significa que no existan designaciones políticas, pero están limitadas a un número reducido de cargos, en su mayoría ocupados por profesionales del sector público.

¿Por qué un director de hospital público, jerarquías intermedias de la ANEP, los directores de los establecimientos de medidas privativas de libertad del Sirpa, o jerarquías intermedias de programas descentralizados del Mides tienen que ser personal de confianza política? De esta manera se genera también un fuerte incentivo a multiplicar organismos públicos y programas fragmentados de gobierno, ya que significan más cargos de confianza y más dinero para las arcas del partido de gobierno y sus fracciones.

Las redes del clientelismo político y del patronazgo, independientemente del partido de gobierno, se seguirán extendiendo mientras no se cambie la desconfianza de la política hacia la gestión profesional (y los dispositivos institucionales para que los políticos controlen a los profesionales, lo que tiene que ver con el establecimiento de una cultura de evaluación de desempeño), y los incentivos financieros del sistema de partidos.