Se dice que hay que prohibir los carros tirados por caballos porque son peligrosos. Veamos: un carro es mayormente de madera y desarrolla una velocidad media entre cinco y diez veces menor que la de un auto, el cual, como agregado, es de metal (más duro y pesado que la madera). Un accidente fatal en el que participó un carro levantó gran revuelo en la prensa. Un accidente fatal en el que participa un auto es algo tan cotidiano que apenas alcanza el rango de noticia. Otro argumento, que escuché a viva voz y con el tono de quien dice algo evidente, fue “los caballos contaminan”. De la forma en que fue dicho, podía sonar hasta verdadero. Era algo así como “los caballos atentan contra la salud pública al hacer sus necesidades en cualquier lado”. Eliminando la oratoria, ello significa, justamente, que los caballos contaminan. Perfecto, ahora entiendo: en una ciudad por la que circulan autos (quemando petróleo) y caballos, proponemos sacar los caballos porque contaminan. Yo qué sé.

En uno de los proyectos que envió recientemente el Poder Ejecutivo al Parlamento, se propone la internación compulsiva de quienes, habiendo consumido drogas o simplemente portándolas, resulten peligrosos para sí mismos o para los demás. Esto es otra maravilla. Volvamos a comparar con un auto (y aclaro que, por simplificar, considero “auto” a todo vehículo motorizado): éstos han demostrado ser mucho más peligrosos, no ya que las drogas, sino que las mismas armas. La principal causa de muerte de los jóvenes son los accidentes de tránsito. Me dirán: hay muchos más autos que armas, por eso muere más gente por esa causa. No. Se calcula que hay entre 1 y 1,2 millones de armas de fuego en Uruguay, la mitad de las cuales están registradas. Los autos son la mitad, y sumándole motos, camiones y ómnibus, llegaremos, como mucho, a una cantidad equivalente a la de armas. Sin embargo, en 2011 murieron 572 personas en accidentes de tránsito. Para 2012, que viene siendo especialmente violento, se estiman unos 200 decesos por arma de fuego (sobre un total de algo más de 300 asesinatos, 50 de los cuales estarán vinculados a rapiñas o similares; el resto se deberá a riñas entre vecinos, violencia doméstica, etcétera). No estoy contando los suicidios, los cuales se supone que no nos ocurrirán si no queremos. Cada vez que uno de nosotros sale a la calle tiene una probabilidad 11 veces mayor de morir en un accidente de tránsito que a manos de rapiñeros armados, por más que éstos consuman pasta base, marihuana o té de marcela. Pero ¿miramos con recelo a los autos? No: a los planchas pastabaseros, ésos que ahora van a ser internados compulsivamente, llevados a una seccional en un veloz patrullero que no siempre respeta las señales de tránsito.

¿A qué voy con todo esto? ¿Estoy proponiendo eliminar los autos y sustituirlos por sulkys con conductores armados y drogados? Se imaginarán que no. En realidad, no propongo nada: los números son elocuentes. Mi única intención es remarcar la extrema liviandad de los argumentos que se manejan en las discusiones públicas. Tal parece que la realidad no importara; sólo ganar una discusión puntual. Si digo una mentira, y pasa, mejor. Si después alguien me desmiente, es mi palabra contra la suya, y mi mentira ya surtió efecto. Esto no es nuevo: algo similar fue señalado por Mario Benedetti en “El país de la cola de paja”, más de medio siglo atrás. Pero la costumbre se ha extendido tanto que hace difícil percibir esa realidad, que aparece borrosa y deformada tras una copiosa lluvia de datos incorrectos, frases tendenciosas y verdades parciales. Un pegajoso metaproblema que empantana cualquier intento de discusión seria, mientras se ve postergada cada vez más la solución a los males reales que nos aquejan.