-¿Cuál es el sentido que tiene la copartipación política en Uruguay?

-Comenzó con la Paz de Abril de 1872, cuando se distribuyeron jefaturas políticas departamentales por medio de acuerdos que reconocían baluartes regionales de los dos partidos. Más adelante se instaló a nivel nacional. Es algo poco común en América Latina, apenas en Costa Rica. La nuestra es una de las democracias de partidos más antigua y de las pocas que hay en la región. En una democracia mayoritaria el que gana se lleva todo y en este sistema de democracia pluralista el poder se reparte, algo que ha sido matriz de nuestro sistema político. Darle entrada a los otros es la base de este concepto de civilización política, no necesariamente porque haya acuerdos, ya que esos otros no renuncian a su condición de opositores. El espíritu central es darle estabilidad a todo un sistema. A partir de 1985 se repite el esquema que blancos y colorados mantuvieron, dándole cabida al FA, que entra en algunos entes y servicios descentralizados. En 1990 cuando entra Luis Alberto Lacalle el FA queda excluido de la coparticipación, algo que cambia recién en 2010, con José Mujica, que retoma esa clave de civilización política que el país había abandonado.

-¿Con esta decisión tomada ayer VU se aparta de ese carril civilizatorio?

-En realidad, es un juego de ping pong. Hubo varios hechos políticos importantes en las últimas semanas y las discrepancias entre gobierno y oposición aumentaron. La situación de Paraguay, la entrada de Venezuela al Mercosur, el cierre de Pluna, la falta de avances en materia educativa. Quedó atrás aquel clima de cordialidad del comienzo del gobierno de Mujica, cuando se acordaron los cargos en los entes, y en paralelo se empiezan a aprontar las caballadas para la campaña. El gobierno tomó decisiones totalizantes, lo que crispó a la oposición y hasta a actores políticos del FA, y la respuesta de la oposición fue subir el tono. Ha cambiado el tono de Larrañaga en este último año, asumiendo un rol más opositor, y eso provocó un efecto de espiral; los herreristas sintieron la necesidad de subir la apuesta. Unidad Nacional habla del totalitarismo del FA, algún escriba colorado propone juntarse con los blancos para terminar con “la peste frentista” y el oficialismo responde otra vez, por ejemplo, cuando la senadora Topolansky habla de que la oposición se vaya de los entes. La escaramuza pudo quedar ahí, pero el presidente Mujica, en lugar de salir por lo alto, sale a hablar con tono irónico, precipitando los acontecimientos.

-¿Cómo interpreta el movimiento de Bordaberry?

-Lo que hace es poner en evidencia a Mujica. Está planteando que discutir con Topolansky o Constanza Moreira está dentro de las reglas de juego, pero que salga a tallar un presidente no se puede tolerar. De esta manera, lamentablemente, se pone en riesgo ese elemento de civilización política. El presidente había hecho algo muy positivo y pudo salir por lo alto, diciendo “esta gente decidió subir el tono pero no vamos a responder”. Pero en lugar de reivindicar una decisión política que no tomaron durante 20 años gobiernos blancos, colorados y frentistas sale a hacer una especie de broma. En lugar de reivindicar su logro de acordar la integración de la oposición, borra con el codo lo que en 2010 escribió con la mano.

-¿Pesa la disputa por el electorado entre Bordaberry y el lacallismo?

-Bordaberry jugó esta carta pensando en la disputa con el gobierno y también en la interna de la oposición, viendo quién queda mejor colocado en ese triángulo entre él, el espacio de Lacalle y Larrañaga. Le terminó saliendo bien porque dejó en blanco al presidente, lo colocó frente a la opinión pública como un tipo que tuvo una salida guaranga, que responde como si fuera un senador o una espada del FA, en lugar de actuar como un presidente. En política hay rangos de intervención. Un presidente habla para tener la última palabra y mientras puede mandar a algún vocero para que responda a la oposición, pero no corresponde que salga al ruedo en estos casos.