¿Por qué siempre uno tiene que acabar sintiendo que lo están estafando? Al hacerse pública la inminente regulación de la venta de marihuana, muchos han expresado su incredulidad ante el hecho de que un gobierno estuviera impulsando de verdad una medida más o menos progresista. Cuando se anunció el paquete, vimos que las había más vanguardistas y más recalcitrantes. Por ahora estas últimas vienen ganando por goleada, no sólo por haber sido consideradas prioritarias a la hora de empezar a convertirse en proyectos de ley, sino, según parece, porque son las únicas que van a existir: recientemente, el presidente Mujica, superando como siempre la imaginación de todos los uruguayos, afirmó que la idea no sería aplicable si no cuenta con el respaldo del 60% de la población. No hay caso, foquistas eran los de antes.

Qué curioso. Yo creía que vivía en un país donde los mínimos necesarios para crear o anular leyes, por ejemplo, habían sido pensados, discutidos y estampados en la Constitución, o donde sea. Que en un plebiscito, por ejemplo, ese mínimo era la mitad más uno (que en realidad es la mitad más medio, porque puede haber un número impar de votantes). Y que lo mismo ocurría en las votaciones parlamentarias, salvo casos previamente establecidos en que requieren mayorías especiales. ¡Pero no! Resulta que el presidente puede cambiar todo eso y decir que si una encuesta afirma que no llegamos a los tres quintos, “nos vamo’ al mazo”. No hay caso, juristas eran los de antes.

Éste es un giro interesantísimo para la democracia. En vez de elegir gente que piensa, estudia, propone y ejecuta ideas, jugándosela por ellas, simplemente, ante cada tema importante, podemos hacer una encuesta, y todos (bah, las mayorías) felices. Ni siquiera un plebiscito. ¿Para qué, si las encuestas son más baratas? Con lo que ahorraríamos en papeleo y sueldos de gobernantes y de miembros de la Corte Electoral, podríamos construir cárceles, manicomios, etcétera, que a la vista de los acontecimientos van a ser cada vez más requeridos por la población. A ellos irían a parar todos los que no se avengan a aceptar las normas de las mayorías, con sus diseños muestrales e intervalos de confianza. Sí, ya sé: para saber qué hacer con la plata habría que hacer, a su vez, una encuesta; pero sospecho que el resultado no sería muy distinto del que sugerí.

Ahora bien: cuando se discutía el tema de la despenalización del aborto, siempre aparecían encuestas favorables, que en ese caso no eran tenidas en cuenta. Es más, si el Frente Amplio contaba con los votos necesarios, alguien se daba vuelta a último momento, y si esto no funcionaba, el mismísimo presidente vetaba la ley. En ese caso, la opinión pública les importaba un pito. Lo siguiente podría ser parte del pseudocódigo de un programa de computadora que nos gobierne, ante la eventualidad de una medida con ribetes avanzados: “Si (la mayoría de la gente está en contra), entonces {se tendrá en cuenta su opinión, así sea expresada a través de encuestas o a los gritos frente a la cámara de un noticiero de televisión}. Si, en cambio (la mayoría de la gente está a favor), entonces {los gobernantes tomarán la decisión haciendo uso del legítimo poder que el pueblo les ha delegado}. Exit.”

No sé exactamente qué nivel de popularidad le adjudican las encuestas a nuestro presidente, pero anda alrededor del 40%. No dispongo de encuestas realizadas en la época de José Pedro Varela, pero dudo que el 60% de las personas estuviera de acuerdo con que las obligaran a mandar a sus hijos a la escuela o con que en ésta no se enseñara religión. El plebiscito del 80 se ganó con menos del 60% de los votos. Bueno, creo que en prácticamente toda votación popular que pueda citarse, ninguna de las opciones obtuvo tal porcentaje. El asunto es que con cualquier medida que cause un poco de miedo, por desconocimiento del tema, por bombardeo de los medios o por la razón que sea, la gente va a tender a estar en contra. Y cualquier medida que no le convenga a un grupo de poder (en este caso, a todos los que se benefician directa o indirectamente con el prohibicionismo) va a tener no sólo a ese grupo en contra, sino a todos los que se traguen los versos que éste elabora para defender sus intereses. En todo caso, hay que buscar argumentos para combatir el miedo y la ignorancia, si estamos convencidos, como parecían estarlo todos cuando plantearon el tema, de que determinada medida es necesaria.

Por supuesto, la opinión actual del presidente no exime a los legisladores de la responsabilidad de decidir si aceptan ser manipulados en forma tan grosera. Hagan sus apuestas... o sus encuestas.

Yo, por mi parte, aún espero que el Pepe diga un día de éstos que con “nos vamo’ al mazo” había querido decir cualquier otra cosa. Pero sospecho que no; que quedará como una especie de recuerdo de un sueño aquel día en que el Estado decidió ponerse los pantalones y enfrentar con realismo los problemas que genera la distribución ilegal de la marihuana (¡y por qué no, de las drogas en general!), encargándose él mismo de esa distribución, con las garantías que sólo dicho Estado puede ofrecer.

No hay caso, batllistas eran los de antes.