Supongamos que en 1992, cuando el presidente Luis Alberto Lacalle se quedó sin mayoría parlamentaria, nuestro Poder Legislativo hubiera decidido destituirlo, mediante un juicio político sumario, para que asumiera un gobierno relativamente más “progresista”. Supongamos también que el entonces flamante Mercosur ya tuviera aprobada una “cláusula democrática” y que los demás presidentes del bloque en aquel momento -el argentino Carlos Menem, el brasileño Fernando Collor de Mello y el paraguayo Andrés Rodríguez- hubieran suspendido la membresía de Uruguay, alegando que la destitución de Lacalle era ilegítima. Supongamos, por último, que hubieran aprovechado enseguida para imponer en el Mercosur decisiones “neoliberales” que la mayoría del Parlamento uruguayo no aceptara (por ejemplo, una norma regional que obligara a la privatización de empresas públicas).
Si todo eso hubiera ocurrido, probablemente unos cuantos frenteamplistas habrían expresado su indignación ante el atropello de las potencias regionales y la complicidad paraguaya.
Ahora supongamos que en nuestro país “la derecha”, contando con mayoría en el Poder Legislativo, lograra el acceso a la presidencia mediante la destitución de un titular frenteamplista, sin contrariar la letra de la Constitución. Quizá a los antedichos frenteamplistas (unos cuantos, no todos) les parecería bien que gobiernos “progresistas” del resto del Mercosur suspendieran a Uruguay y aprovecharan su ausencia, de inmediato, para tomar resoluciones que la mayoría parlamentaria derechista uruguaya rechazara.
Oponerse al procedimiento si pensamos que perjudica al “progresismo”, pero apoyarlo si pensamos que le sirve, sería una manera de entender el internacionalismo y la intención revolucionaria, dando prioridad a las afinidades políticas transfronterizas por encima de la construcción de un marco normativo regional, y a la fundación de relaciones nuevas por encima del respeto a la legalidad establecida. Llamemos a esta posición “A”.
Hay también una posición “B”. Se basa en la llamada “regla de oro”, que muchos consideran el común denominador de los sistemas éticos humanos. Es una fórmula simple: hay que tratar a los demás como nos gustaría que nos trataran (o, por la negativa, no hacerles lo que no queremos que nos hagan).
La “regla de oro” no exige que nos pongamos de acuerdo sobre qué es bueno, y por eso su aplicación evita controversias insolubles, apelando a una reciprocidad racional y abstracta. No hace falta que pensemos lo mismo sobre la conveniencia de que Venezuela ingrese al Mercosur, o acerca del actual gobierno venezolano. Debemos preguntarnos si nos gustaría que a Uruguay le pasara lo que le pasó a Paraguay; si querríamos que, inmediatamente después de suspender nuestra membresía, se aprobara una decisión regional (cualquier decisión regional) que el Parlamento uruguayo (cualquier Parlamento uruguayo) viniera bloqueando. Con este criterio, lo importante es consolidar normas que den garantías a todos los actores, con independencia de sus posiciones ideológicas. Algo que, por supuesto, conviene muy especialmente a los países relativamente más débiles, como el nuestro: en el punto de intersección entre la ética y la conveniencia se ha desarrollado históricamente la política internacional uruguaya.
Es cierto que la “regla de oro” no es perfecta, ya que los demás no necesariamente desean lo mismo que nosotros. Por ejemplo, si estoy dispuesto a que me apliquen una inyección letal cuando sufra determinado deterioro de mi calidad de vida, eso no legitima que les dé igual tratamiento a otras personas. Si un Estado decide que sus leyes cumplan al pie de la letra las indicaciones de la Biblia, el Corán o cualquier otro texto que considere sagrado, eso no le da derecho a imponer que los demás hagan lo mismo. De modo que la fórmula no basta para garantizar relaciones armoniosas. No basta, pero ayuda.
En todo caso, desde la posición “B” se puede avanzar más hacia un Mercosur habitable para nosotros que desde la posición “A”. Y desde la posición “B” es éticamente aceptable cuestionar la destitución de Fernando Lugo en Paraguay; desde la posición “A”, no.