En 2008, el informe de Desarrollo Humano elaborado por Naciones Unidas detectó que Uruguay tenía Síndrome de Maracaná, en resumidas cuentas la existencia de un estado de nostalgia por un pasado mejor. Este dato, no sorprendente, presentaba un elemento más: la nostalgia de un país visto desde el país que ya no es.

Si en la mirada al pasado aplicáramos el “como el Uruguay no hay”, en materia de seguridad ese síndrome seguramente se reforzaría. Tiempos sin delito y sin delincuentes, simbolizados en la arraigada imagen del dormir con la puerta sin llave. La sacralización de esta imagen tiene, como algunos medicamentos, múltiples virtudes.

A la crítica al gobierno en un flanco débil, se agrega la popularización de políticas que apuestan al endurecimiento de medidas de mano dura. Adicionalmente, las simpatías por un enfoque más punitivo parecen filtrarse en algunos sectores del oficialismo, agudizando las oscilaciones en las políticas de los sucesivos ministros del Interior frenteamplistas.

Independientemente del heterogéneo crecimiento en los índices de violencia y del delito, se apela al pasado para confirmar el presente de una sociedad agobiada por los riesgos. Así, más allá de un eventual (y discutido) crecimiento del delito, la consolidación de la idea del decaimiento de las condiciones de vida se contrapone con la de un Uruguay seguro y con bajos índices de criminalidad. La reafirmación de esta imagen permite a muchos actores remitirse a un tiempo de excepción en el momento de confrontar con los altos niveles de violencia en general y de delincuencia en particular.

De acuerdo con este posicionamiento los índices de criminalidad se habrían disparado en los últimos años. ¿Pero que se entiende por los últimos años? El horizonte de ese Uruguay seguro está desdibujado y su ubicación dependerá de quién y por qué lo proponga. Para fundamentar afirmaciones tan contundentes, que incluso pretenden orientar políticas públicas, es necesario un manejo estadístico mínimo. Pero las múltiples respuestas no están en la heterogeneidad de los índices criminales sino en los intereses de los actores -fundamentalmente de los partidos políticos- que encontraron aquí una herramienta privilegiada.

¿Cuánto hay que viajar para llegar al mítico país de la seguridad? Paradigma de la inseguridad personal y de la violación de derechos, algunos ciudadanos toman a la última dictadura como ejemplo de paz y tranquilidad. Tan preocupante razonamiento, que adelanta cierta disposición a renunciar a garantías personales en el afán de la seguridad, no parece verificarse con la realidad. Investigaciones en curso indican que la criminalidad aumentó en ese período.

En el recién aparecido “Uruguay. Inseguridad, delito y Estado” el historiador Álvaro Rico confirma el aumento de los delitos comunes a partir de 1968. Pese a la fuerte represión y a la ausencia de garantías elementales, Rico confirma un incremento en ilícitos como el robo, hechos de sangre, rapiñas, participación de menores en actos delictivos y violaciones.

En esa obra, Carlos Demassi deja en claro que el problema ya se manifestaba durante el gobierno de Luis Batlle, cuando irrumpió la temida figura de los entonces llamados delincuentes infanto juveniles. Nuestro pasado ideal se hace cada vez más lejano. El programa de gobierno que Ney Castillo presentó en 2010 para la intendencia capitalina proponía recuperar “La Montevideo que supimos tener”. Esa vez, el candidato colorado focalizó su mirada en un siglo XIX que recibía inmigrantes, todo un paradigma de trabajo y tranquilidad. El empleo de ese período como referencia resulta llamativo: en lugar de apostar a la tradición batllista, Castillo apeló al Uruguay de la “modernización”.

Este extenso período resulta particularmente heterogéneo, porque contempla factores como el crecimiento económico a partir de 1881 y la grave crisis de 1890. Precisamente, ese año marca un incremento de los delitos contra la propiedad, lo que se refleja en un importante aumento de los ingresos policiales. Sin embargo, si en lugar de tomar las cifras aisladas las relacionamos con la población, constataríamos que el número de delitos se mantiene estable, pero los índices bajan sensiblemente, a excepción del año 1891, debido al aumento de habitantes. Vale señalar que los diarios discordaron con esta visión, transmitiendo la idea de que el crimen “avanza horrorosamente en estas repúblicas”, como resumía El Bien en mayo de 1894. De esta manera, actores, estadísticas y medios tuvieron diferencias identificables sobre el aumento o no de la criminalidad.

Las contradicciones existentes sobre las transformaciones del delito en Uruguay, cuando no las extensas zonas en que aún desconocemos más de lo que sabemos, no han sido obstáculo para afirmaciones particularmente contundentes. Es que la apelación al pasado en materia de seguridad no busca explicaciones, sino argumentos funcionales al endurecimiento de las medidas punitivas.