La sustitución en la presidencia del Codicen de José Seoane por Wilson Netto da cuenta de un debate que si bien no se ha hecho explícito se encuentra latente. El cambio no está sólo asociado a la disconformidad de oficialistas y opositores con la política educativa. En palabras del presidente José Mujica, la designación de Netto, un hombre que proviene de la Universidad del Trabajo del Uruguay, en lugar de Seoane, quien se formó en el IPA y la Facultad de Humanidades, también apunta a impulsar la capacitación tecnológica y técnica, y a preparar así a los jóvenes para el mundo del trabajo.

No está del todo claro a qué apunta Mujica con sus dichos o cuál es su programa de “educación técnica”. Pero hay un punto significativo en el que importa detenerse: desde la asunción del actual gobierno en 2010 se ha entablado una confrontación entre lo técnico y lo humanístico (e incluso contra el trabajo intelectual en general), en el sentido en que sería la formación técnica la que colaboraría con la economía del país, ya que proveería de mano de obra calificada a las empresas existentes y venideras.

Esa necesidad de mano de obra calificada respondería a una demanda del mercado, a empresas (rotuladas bajo un inespecífico “inversionistas”) que prometen cuantiosas inversiones y el desarrollo tecnológico a cambio de pagar pocos impuestos y contar con personal capacitado. No se trata de increpar el rol que tiene y debe cumplir la formación técnica. Muy por el contrario, en el sistema actual cualquier país precisa de una economía sólida, un sector empresarial próspero y trabajadores que puedan desempeñar su tarea con las mejores garantías; en este sentido la educación técnica debería ser potenciada. Pero eso no habilita a despreciar las humanidades como si fueran una formación de segunda que nada tiene que hacer en nuestro país. Lo técnico y lo humanístico no están en extremos opuestos; por el contrario, lo importante sería sumar en lugar de restar un tipo de formación a favor de otra. Seguramente esta visión que prioriza lo técnico genere utilidades y rentas, pero al mismo tiempo construirá ciudadanías con un conocimiento procedimental.

Siguiendo este razonamiento que enfrenta lo técnico con las humanidades, los países que alcanzaron mayores índices de desarrollo montaron su sistema económico capacitando a la población fabril, agrícola e industrial en pos del beneficio económico (los famosos granjeros-universitarios neozelandeses con los dedos como “morcillas” de los que habla Mujica serían un ejemplo). Así planteado suena bien. Pero no cuestiona ni un ápice que el país europeo más fuerte desde el punto de vista económico montó una estructura industrial en la que participaron empresas que siguen existiendo, utilizando mano de obra bastante poco calificada a la que los industriales accedían gracias a acuerdos con los responsables políticos de los campos de concentración ubicados en Alemania y Polonia entre 1939 y 1944. Ni que hablar que en la actualidad varias empresas transnacionales se nutren de mano de obra esclava o infantil a priori no muy calificada.

Hoy en día las humanidades gozan de mala fama, y quienes las practican son considerados un grupo de diletantes amantes de la retórica. Pero las humanidades -entendidas en un sentido amplio y con cruces interdisciplinarios- son algo más que eso: representan una oportunidad para que cualquier persona pueda ser crítica e innovadora, capaz de cuestionar la realidad e incluso de transformarla (aunque sea su propia realidad, pensemos en los beneficiarios de los programas de alfabetización para adultos). No se trata de formar damitas ilustradas y hombres universales, sino personas críticas y reflexivas. Por supuesto que ello no implica que las humanidades sean el monopolio del pensamiento crítico o de la formación para el ejercicio de la crítica, pero sirven para elevar el foco de mira, pensar más allá de lo conocido e incluso cuestionar qué pasaría si los tan esperados “inversores” se fueran o nunca llegaran y dejaran, además de un país lleno de agujeros, una parte importante de la población capacitada pero desocupada. Porque la democracia -una doctrina política a la que perfeccionaron, con distintas perspectivas, varios filósofos- tiene un pilar fundamental en la capacidad de discernir y argumentar, en el respeto a la diversidad, en el ejercicio atento de la ciudadanía.

Un hipotético país poblado de politécnicos (subvencionados por el Estado sin que los inversores hagan nada por la “educación tecnológica”) seguramente permitirá capacitar a cada vez más jóvenes y cumplir con las demandas del mercado, lo que redundará en un beneficio económico. Pero ese país de técnicos que se forman como enemigos de las humanidades será pobre desde el punto de vista cultural y, lo que es más preocupante, probablemente la que verdaderamente pierda sea la vida democrática.