Yo pregunto: ¿alguno de los que opinan con contundencia en radios, televisión, prensa escrita y redes sociales tiene alguna idea de cuánto contamina realmente un puerto como el que se piensa hacer en Rocha, o como será el de La Paloma una vez ampliado? Realmente es difícil navegar en el mar de bolazos que se escuchan a diario, a favor o en contra de éstos y otros emprendimientos por el estilo. A mí me da la sensación de que estamos en una discusión de fundamentalismos: economicistas vs ecologistas. Ah, y está también la oposición, cuya opinión es inversamente proporcional a cualquiera que sostenga el gobierno.
Uno se ve entre fuegos que tienen más de cañita voladora que de armas de batallas ideológicas. Cuesta creerle a un gobernante que dice que todo estará bajo control cuando se habla de la megaminería a cielo abierto (entre otras cosas, no estaría de más aclarar bajo control de quiénes). Cuesta estar de acuerdo con un presidente cuyas fobias lo hacen afirmar que los médanos no son productivos y, por lo tanto, hay que venderlos. Cuesta entender por qué los vecinos de La Paloma, en defensa del turismo, se oponen a la construcción de una ruta de acceso para camiones cuya finalidad es evitar que éstos utilicen los caminos habituales de los turistas. Se dirá que en realidad lo que no quieren es que haya demasiado movimiento en su puerto. Bien, para empezar, “su puerto” no es de ellos. Las casas en que viven o en las que veranean sí lo son, y probablemente el entorno aproximadamente natural en que se ubican corra riesgos de verse afectado, aunque menos que cuando se construyeron esas casas y el puerto actual, y se forestaron los alrededores con árboles importados sin ningún criterio ecológico.
Es claro que la única forma de que el mundo sea “natural” es exterminando a la humanidad, dejando en todo caso un puesto de control que evite que surja otra especie tecnológica. Más allá de eso, no se discute que hay que racionalizar el uso de los recursos. Pero la razón, justamente, no se lleva bien con los fundamentalismos. Si todas las opiniones están contaminadas por intereses particulares, la discusión no es tal.
Hay dos ecologismos en los que no creo: el ombliguista y el místico. El primero está representado por aquellos para los que “lo antinatural” es todo lo que exceda el uso que ellos mismos hacen de la naturaleza. Si tengo un rancho de costaneros, considero las casas de material algo paisajísticamente desubicado. Si tengo casa de material y una 4 x 4, me opongo a la construcción de rutas de acceso, dejando que sólo las 4 x 4 puedan entrar al Polonio. Si soy surfista me quejo de las lanchas a motor porque lastiman a los lobos marinos, y si soy pescador artesanal quiero que los maten porque me rompen las redes.
Y ya que digo “lobos marinos”, el otro día escuché en la radio a un representante de una organización ecologista hablando de las orcas. Empezó bien, explicando que éstas se alimentan de lobos, delfines, ballenas, peces, etcétera, y que su sistema de orientación basado en el sonido se ve seriamente afectado por las prospecciones petroleras. Pero en un momento dijo que “jamás atacan al hombre, ya que tienen un cerebro más desarrollado que el nuestro y saben bien que somos mamíferos, igual que ellas”. Habría que avisarles (al ecologista y a las orcas) que los lobos, los delfines y las ballenas también son mamíferos. Bueno, éste es un ejemplo del otro ecologismo de que hablaba, el místico. Lo que era una defensa legítima pasó a ser un discurso escrito sobre la base de esa lógica daniloantonesca que prolifera en distintos ámbitos de la cultura nacional, discurso que da fuerza a los que dicen que los ecologistas son una manga de delirados, para después, salteándose varias casillas, pasar a afirmar que cualquier cosa que se oponga al crecimiento económico es un divague retrógrado.
Está bien: tiene que haber gobierno, tiene que haber oposición, tiene que haber sociedad civil organizada. Pero nada de eso funciona si el diálogo entre esas partes no es más elevado que una pelea entre gallinas que se disputan una lombriz, para diversión del dueño del gallinero, que distraídamente afila su cuchillo mientras piensa qué verduras agregarle al puchero. Y el tipo no puede decidirse, porque el otro día escuchó un debate entre un agrónomo, un activista verde y un cura, sobre transgénicos y alimentos ecológicos, y no entendió un pito.