Es reprobable que una persona tire la piedra y esconda la mano, amparándose en el anonimato acordado con un periodista para que una información se haga pública y saliendo luego a decir que no es cierta. Desde el punto de vista de la ciudadanía, que es el que debe primar para considerar estas cuestiones, esa práctica (nada infrecuente) afecta en general la credibilidad de las noticias y de los medios, dejando a la sociedad en peores condiciones para evaluar los hechos y tomar decisiones al respecto. Pero esto no significa que un medio de comunicación haga bien en “escrachar” al informante taimado.

El miércoles El Observador informó que cuatro dirigentes del Partido Comunista del Uruguay se reunieron el lunes con José Mujica en la chacra presidencial, y que allí plantearon la posibilidad de que los comunistas en el gabinete -Jorge Venegas y Óscar Gómez- abandonaran sus cargos. Luego Juan Castillo, vicepresidente del Frente Amplio y comunista, negó en Telemundo que esas renuncias hubieran estado planteadas. Ayer El Observador publicó en su sitio (http://ladiaria.com.uy/UBV) el audio de una entrevista con su transcripción, y allí queda claro que una fuente de la noticia era el propio Castillo.

Este episodio tiene un antecedente en 1999, cuando durante la campaña electoral de ese año el semanario Búsqueda publicó que, según fuentes cercanas al general Liber Seregni, éste estaba preocupado porque consideraba insuficiente el desarrollo programático del Frente Amplio con miras a ejercer el gobierno nacional. Tras esa publicación, Seregni declaró que su pensamiento no era ése, y el semanario respondió dando a conocer la desgrabación de un diálogo telefónico con el general, del cual surgía que él mismo había sido la fuente, y que había acordado con el periodista que la información se atribuyera a personas de su entorno.

Es probable que la dirección de Búsqueda en aquel momento, como la de El Observador ahora, haya sentido que estaba en juego su credibilidad, un capital clave para los medios periodísticos, y que haya considerado que, si un informante atacaba en ese terreno, traicionando la confianza en que se había basado un diálogo reservado, el medio quedaba liberado, para defender su honor, del compromiso de reserva, y que debía informar además a sus lectores sobre un caso de doble discurso.

Sin embargo, el secreto profesional no es producto de un acuerdo de toma y daca entre dos partes, que cesa si una de ellas lo viola. Implica un compromiso personal del periodista, que éste debe estar dispuesto a mantener no sólo ante sus jefes sino incluso ante el Poder Judicial, y aun cuando la reserva pueda ser perjudicial para el interés público. Si depende de lo que el periodista considere conveniente, carece de garantías para la fuente.

Por ese motivo, las medidas razonables que pueden adoptar los medios cuando pasan estas cosas son dos: ratificar lo que publicaron y, si lo consideran pertinente, no aceptar más declaraciones anónimas del informante. Será palabra contra palabra, quizás en desventaja cuando del otro lado hay una figura pública prestigiosa, pero ir más allá se parece demasiado a una represalia. Es como si una persona en tratamiento psicológico no le pagara las sesiones al profesional que lo trata y éste, considerándose relevado del compromiso entre partes, diera publicidad a las confidencias íntimas de su paciente.

Un efecto probable del “escrache” es que las fuentes tiendan a desconfiar de la reserva periodística y disminuyan su disposición a la confidencia, con lo cual la ciudadanía pasará a estar peor informada.