El conflicto con Argentina por la instalación de Botnia (hoy UPM) nos proporcionó durante un lustro la oportunidad de aprender sobre la dimensión supranacional de las cuestiones ambientales y el mejor modo de manejarla, más allá del barullo patriotero, del alarmismo y de la politiquería (incluida la de quienes siempre trabajan contra la integración regional). La crisis en curso puede también tener su lado positivo y acercarnos más a un manejo sensato del tema.

Aquel conflicto fue por la instalación de Botnia, de la cual el Estado argentino reclamó su desmantelamiento, alegando que constituía una grave amenaza para el ambiente. Es obvio que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de La Haya no le dio la razón: la pastera quedó, y funcionando.

La CIJ dictaminó que, si bien Uruguay infringió normas de procedimiento en su relación con Argentina durante el desarrollo de los planes para la instalación de Botnia, cumplió con sus obligaciones sustantivas para la protección del ambiente cuando autorizó la construcción y el funcionamiento de la planta de esa firma. Y señaló, en el penúltimo de los 282 puntos que compusieron su sentencia, que el Estatuto del Río Uruguay, firmado en 1975, obliga a ambos Estados a cooperar en el monitoreo de instalaciones como la pastera. Esa cooperación no ha resultado fácil, pero es necesaria y razonable. Y lo sería aunque no existiera el Estatuto del Río Uruguay, por la sencilla razón de que compartimos el río; lo que se hace en cada una de sus márgenes tiene efectos sobre la otra y sobre ese bien común.

Es muy peligroso que cuidar la calidad del ambiente que compartimos (no importa dónde decidieron los seres humanos que haya fronteras entre países) se considere una responsabilidad exclusiva de cada Estado. La humanidad saldría beneficiada si estuvieran dadas las condiciones para la creación y el funcionamiento adecuado de una corte internacional ambiental -a la que habría que ponerle otro nombre para que sus iniciales no fueran CIA-, que tuviera la tarea de garantizar el derecho básico de los pueblos a no ser envenenados por sus gobiernos ni por los gobiernos de otros países. Tal institución no existe porque no le conviene a las grandes potencias, que seguramente serían denunciadas ante ella, pero quizás algún día sea viable. Mientras tanto, hay que arreglárselas con los pelucones de la CIJ en La Haya. Peor sería que no estuvieran; especialmente para un país como el nuestro, incrustado irremediablemente entre dos vecinos enormes.

Va de suyo que importunar a dichos pelucones con una demanda como la que el gobierno argentino amaga con presentar sería una imprudencia. Es muy positivo que por fin se conozcan los resultados del monitoreo realizado durante años, bloqueados hasta la actual crisis sin que se discutieran a fondo las razones de esa falta de transparencia, pero el manejo político de los datos en Argentina es lamentable. Evaluar la composición de lo que vierte UPM Uruguay comparándola con los estándares admitidos para el caudal del río Uruguay es un despropósito, equivalente al que implicaría sostener que un automóvil no puede circular porque la composición de los gases que salen de su caño de escape no cumple con exigencias de salubridad establecidas para el promedio del aire que respiramos.

Con independencia de lo que diga el canciller Héctor Timerman, no parece probable que Argentina comparezca con un planteo tan extravagante ante la CIJ, exponiéndose a que le contesten de mala manera. Pero los desplantes de Timerman y la inconsistencia de los asambleístas de Gualeguaychú -que tanto daño le han hecho a quienes trabajan con seriedad por el cuidado del ambiente- no deberían hacernos olvidar de que la irresponsabilidad humana ha causado estragos muchas veces, que nuestra especie no se caracteriza por una visión de largo plazo sobre su propia preservación, y que para evitar riesgos muy graves es indispensable trabajar juntos, incluso con los patoteros y macaneadores.