En mayo de 1895 la sociedad montevideana se veía conmovida por el crimen de Josefina Burlando. Con tan sólo 14 años, Josefina fue asesinada en su casa junto a su tía Juana Ereñu. El diario El Siglo destacaba la “ferocidad” del hecho protagonizado por José Spagnamento, quien procurando atenuar la gravedad relató estar enamorado de la niña. La prensa recogió esta información policial señalando que el móvil no había sido otro que “la satisfacción brutal de una pasión violenta”. Como si fuera poco, el agresor se encontraba “tan ávido de sangre” que hubiera matado a su hermano, e incluso intentó atacar a un perro al momento de su fuga.
Conocido como el “Crimen del Barrio Castelar”, por su impacto entraría “en los anales de la criminalidad”. “Estamos en presencia de un degenerado”, reseñaban los periódicos, pero teniendo presente que las formulaciones que lo destacaron como un monstruo no debían traspasar la barrera que pudiese absolver al criminal. Es que el infractor no debía ser objeto del manicomio sino del patíbulo, por ser un delito atroz como lo definió el Código Penal de 1889.
La defensa fue ejercida por el Dr. Pedro Figari, destacado militante de la causa abolicionista y futuro legislador por el Partido Colorado.
Figari sostuvo la idea de un desequilibrio mental que determinaba la inconsciencia de los actos. Pero en su escrito no perdió la oportunidad de cuestionar el funcionamiento del sistema penitenciario y las exigencias de la “vindicta pública”. Se enfrentaba así a lo que consideró una visión retardataria de la Justicia. Sin embargo, y es algo llamativo para un texto jurídico, expresó su gran preocupación por el accionar de los diarios. La acción de la prensa no era inocua, sostenía. La publicidad del hecho y la minuciosidad de los detalles, en una crónica que no reparó en “exageraciones”, funcionaba predisponiendo a “todos los espíritus” contra el encausado. Entre ellos, reconocía Figari, el de los propios magistrados, quienes condenaron al doble homicida a la pena de 30 años (la máxima prevista en el Código de 1889 a excepción de la pena de muerte).
Más de un siglo después, las repercusiones de hechos indescriptiblemente dolorosos siguen siendo utilizadas casi como una mercancía. Voces sacudidas por la tristeza se mezclan con aquellas que ven en el sufrimiento un filón. Castigos más severos y pena de muerte ¿Por qué no? reza una invitación que circula por la red.
A mediados de 1890, en un artículo aparecido en el diario El Bien titulado “Un buen precedente” se invitaba a la sociedad a “esmerarse en castigar a los culpables infundiéndoles el temor”. Está probado, se señalaba, que “la ejecución de la pena de muerte moraliza las masas hasta contribuir de la manera más eficaz a ahorrar la sangre inocente”.
La premisa de Glauco, seudónimo del articulista, parece encontrar espacio para reaparecer. Es la vuelta a un esquema que borra las enseñanzas de los intensos y profundos debates que llevaron a una abolición de la pena de muerte tempranamente, planteada en Uruguay a inicios de su vida independiente por el senador Dámaso Larrañaga. Es el retorno a la idea del ejemplo del castigo riguroso que produce temor y pone freno al crecimiento del delito.
El 30 de junio de 1890 el diario El Día desarrolló una campaña a efectos de evitar la ejecución de dos homicidas contraviniendo la posición de la “mayor parte de la prensa montevideana”. Su director, José Batlle y Ordóñez, cuestionó la eficacia de la idea que partía de la ecuación: a mayor dureza menos delito. De ser así, señalaba, no sólo se deberían promover ejecuciones frecuentes, sino que se tendría que fomentar su atrocidad. Ésta potenciaría un temor que sería un fuerte inhibidor del delito. La prédica de Batlle fue criticada durante dos décadas por su “sensiblería”. Se inauguraba un mecanismo de inmensa utilidad para confrontar con quienes no comparten las ansias del retorno del circo punitivo. Las primeras señales de la campaña electoral, que ya se ha desatado, parecen desmentir la vieja idea de que el crimen no paga. Es la vuelta de la lógica de Glauco.