El debate generado por la inconstitucionalidad de los artículos 1º y 2º del Impuesto a la Concentración de Inmuebles Rurales (ICIR) fue un fiel reflejo de los intereses que defienden los diferentes actores del espectro político y social de nuestro país, situación que amerita analizar en detalle el impuesto, sus efectos y las posibles razones que explican los diferentes posicionamientos.
Un aspecto poco divulgado es que la ley contiene dos impuestos, o más precisamente, contiene un nuevo impuesto en la sección I de la Ley (el ICIR), mientras que en la sección II contiene la modificación de la liquidación de impuestos vigentes para incrementar la recaudación por la venta de inmuebles rurales. El ICIR es el impuesto que pagarán los propietarios de más de 2.000 hectáreas Coneat 100 (un índice que mide la productividad media de los suelos del país). Los que tengan, siempre en base Coneat 100, entre 2.000 y 5.000 hectáreas pagarán 8 dólares por hectárea (67 Unidades Indexadas), aquellos que tengan entre 5.000 y 10.000 hectáreas12 dólares por hectárea (100 UI) y los de más de 10.000 hectáreas pagarán 16 dólares por hectárea (137 UI).
Según la exposición de motivos de la ley, el impuesto busca “captar para la sociedad parte de la valorización de la tierra y desalentar su proceso de concentrador”. La iniciativa se fundamenta en que la suba del precio de la tierra en buena medida no responde al esfuerzo de su propietario, sino a condiciones sociales del proceso productivo capitalista que hacen que el dinamismo económico agropecuario y la intensa demanda de tierras a nivel mundial provoquen el alza del precio de un recurso finito no reproducible por el hombre (la tierra) permitiendo a su dueño la apropiación de aquello que los economistas clásicos caracterizaron como renta de la tierra.
La justificación se busca también en la evolución negativa de los aportes por concepto de contribución inmobiliaria respecto a la evolución del precio de la tierra (de 0,6% en 1999 a 0,1% en 2010) y en la mayor concentración de la tierra (con un índice de Gini de 0,76) en comparación con la concentración del ingreso medida por la Encuesta Continua de Hogares (con un índice de Gini de 0,43).
El impuesto tiene un claro corte de clase: pagarán los grandes terratenientes que se apropian de la renta de la tierra y no, al menos directamente, los empresarios que organizan productivamente la explotación de la fuerza de trabajo. Claro está que cuando el empresario es además dueño del campo pagará el impuesto. El gobierno estima que pagarán este impuesto unos 1.200 propietarios que concentran 36% de la tierra productiva del Uruguay (5,9 millones de hectáreas), afectando a 2,7% de los 44.000 productores registrados por el último censo agropecuario. Es más, si tomamos como supuesto que todos los propietarios habitan en Uruguay (algo que sabemos que no es así), el ICIR alcanzaría a 0,036% de la población (pagarían uno de cada 2.750 habitantes). Quizás lo más conocido del ICIR sea su destino: el financiamiento de la caminería rural mediante un fideicomiso que administrará cerca de 60 millones de dólares anuales, lo cual garantizó el apoyo unánime del Congreso de Intendentes.
La sección II de la ley, no declarada inconstitucional, modifica el régimen de tributación del IRPF y el IRAE para los campos adquiridos antes de julio de 2007, logrando un incremento en la recaudación estimada para 2012 en 18 millones de dólares destinados al Instituto Nacional de Colonización, que podría comprar entre 4.000 y 5.000 hectáreas más por año (la actual tasa de colonización es de 10.000 há/año). Al sumar ambas secciones el ICIR recaudaría unos 80 millones de dólares, o sea 0,9% de la recaudación de la DGI en 2012 (9.100 millones) y 18% de las exoneraciones impositivas de IRAE por concepto de zonas francas y Ley de Inversiones realizadas en 2010 (440 millones). La cifra no es tan despreciable si se la compara con la tributación del sector agropecuario calculados por la OPYPA (MGAP): en 2012 el agro aportó al fisco 316 millones de dólares, 39 de los cuales corresponderían a la sección I del ICIR (la cifra es una estimación ya que la primera cuota del impuesto se recaudó a fin de 2012).
A esto hay que agregar que durante la discusión del ICIR se eliminó el Impuesto a la Enajenación de Semovientes, que se pagaba a las intendencias por la venta de ganado, con lo cual el Estado dejó de recaudar más de 25 millones de dólares anuales. Las cifras evidencian que más que un debate por la cantidad de dinero apropiado por el Estado, éste remite a una disputa sobre cómo se redistribuye la riqueza nacional. En este escenario la “coalición anti-ICIR” jugó fuerte: los abanderados fueron los históricos representantes de los dueños de la tierra (Asociación y Federación Rural), los medios ruralistas y los partidos de oposición. Pero la coalición también consiguió aliados en el gobierno, entre ellos el ministro de Ganadería, Tabaré Aguerre, ex presidente de la Asociación de Cultivadores de Arroz, y el vicepresidente Danilo Astori.
Los opositores al ICIR ganaron una primera batalla jurídica a caballo de la cual proponen no tocar el sistema impositivo. Lo positivo de este debate es que los pingos se ven en la cancha, y muestran los principales escollos para democratizar la riqueza socialmente producida, sea con el ICIR o con otros instrumentos al alcance del gobierno. La pregunta es si éste intentará utilizarlos.