El 6 de junio de 1973, tres meses antes del golpe de Estado contra Salvador Allende y cuando la coyuntura, ya crítica, incluía duros enfrentamientos entre el Poder Ejecutivo y el Judicial, el periódico Puro Chile publicó en su portada dos noticias diagramadas de tal modo que la foto del entonces presidente de la Suprema Corte de Justicia, sobre una de ellas, quedara ubicada junto al gran titular de la otra, “¡VIEJOS DE MIERDA!”. Aún se discute aquel hecho: algunos consideran que fue la expresión más destacada del modo en que los medios de comunicación contribuyeron a polarizar la situación del país, con un estilo de descalificación personal que no dejaba espacio para el razonamiento político y la búsqueda de acuerdos; hay quienes hacen autocrítica por ello, mientras otros insisten en que fue un gesto legítimo y necesario de repudio. Sea como fuere, hoy, en Uruguay, es importante tratar de comprender los acontecimientos en curso, para que cada uno pueda tomar decisiones de la mejor calidad posible con miras al mañana. A las marchas y concentraciones en silencio se les pueden atribuir muchos significados; necesitamos palabras que ayuden a enriquecer reflexiones colectivas, para delimitar un “nosotros” e identificar posibilidades de acción.

A esos efectos, no aporta mucho vociferar insultos. Tampoco aportan, por cierto, argumentaciones alambicadas como las que abundan en el fallo de la mayoría de la Suprema Corte de Justicia (SCJ) sobre la constitucionalidad de la ley 18.831, adornadas con palabras y frases en latín, francés e italiano que la corporación no consideró necesario traducir. Ni aporta el coro lastimero de quienes se han erigido, de improviso, en celosos custodios de la separación de poderes del Estado y la seguridad jurídica, después de haberlas avasallado con la Ley de Caducidad que pergeñaron y defendieron durante décadas.

Quizás aporte algo señalar que, en el terreno de la doctrina jurídica, las posiciones en mayoría y en minoría recogidas en ese fallo se alinean con sendas corrientes de opinión mundiales respecto a las relaciones entre el derecho internacional humanitario y la soberanía de los Estados. Corrientes que, por supuesto, no son el producto puro de la abstracción, sino que han surgido a partir de intereses y conflictos, y resultan funcionales a unas u otras fuerzas en pugna.

El enfoque actualmente minoritario en la SCJ es el que viene ganando terreno desde hace décadas: sostiene, por lo menos desde los juicios de Nüremberg en los que fueron condenados altos jerarcas nazis, que determinadas conductas son “crímenes contra la humanidad” porque afectan sus intereses colectivos fundamentales, y que ninguna norma nacional o acuerdo internacional puede ampararlas. De allí deriva, entre otras cosas, que tales crímenes no deben prescribir, o sea que la posibilidad de juzgarlos y castigarlos no debe extinguirse jamás.

La actual mayoría de la SCJ se opone a esto afiliándose a una corriente que, mientras se bate en retirada, alega que nunca debe aplicarse en forma retroactiva una norma penal más perjudicial para la persona sometida a proceso, aunque sea por estos crímenes gravísimos. Pero lo que indica la doctrina internacional predominante es que en estos casos no se trata de elegir la ley más beneficiosa para el acusado, a fin de proteger sus derechos individuales, sino la más beneficiosa para la protección de los derechos de la humanidad toda.

La relación de fuerzas dentro de la SCJ es, por supuesto, variable: depende de su integración coyuntural y no expresa una esencia metafísica de la Justicia (la mayoría de ese organismo declaró constitucional en 1988 la Ley de Caducidad, y quienes ocupaban las cinco butacas en 2009 resolvieron, por unanimidad, que era inconstitucional). Es probable que, con el paso del tiempo, pasen a predominar entre los cortesanos los criterios que prevalecen en el mundo. El riesgo es que, hasta que eso suceda, se profundice el daño que causa la impunidad al conjunto de la sociedad uruguaya.