El domingo 23 se manifestarán y serán contadas las personas que quieran un referéndum contra la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. La campaña en televisión que convoca a respaldar ese referéndum es un horror (ver http://ladiaria.com.uy/UCu) .

El guión es recitado por gente que se alterna para intervenir: varones y mujeres, famosos y desconocidos, jóvenes y viejos, sin que falten algunas personas que, por su apariencia de pobres o su color de piel, refuerzan el mensaje de que habla un colectivo muy amplio y relativamente diverso, representante de un “nosotros” tradicional sin personas “raras”. Todos miran de frente y lucen convencidos. Se filmó al aire libre, casi siempre con vegetación de fondo, y la única vestimenta típica de una actividad es la de una médica: eso sugiere que el discurso es formulado desde el terreno de lo natural y lo sano.

En el plano de lo explícito, esa gente nos transmite tres tesis básicas: 1) la ley que se quiere derogar se aprobó en forma inadecuada; 2) tenemos la oportunidad de corregir ese error y abrir paso a un proceso de decisión mucho más rico y democrático; y 3) por lo tanto, hay que ir a votar el 23 de este mes. Las tres tesis distorsionan los hechos.

Se afirma que “la opinión de un solo legislador definió la aprobación de una ley sumamente discutible y controvertida” el año pasado. Pero la decisión no fue tomada por “un solo legislador”, sino por 67 de los 130 que integran las cámaras: 50 de los 99 diputados; y 17 de los 31 senadores.

La noción de que aquella votación parlamentaria no fue bien procesada se transmite al sostener que sólo si hay referéndum contra la ley “vamos a tener el tiempo suficiente de decidir si [...] es buena o mala, con más y mejor información, y la opinión de todos”; y que es necesario que “cada uno, sea cual sea su posición, pueda dar sus argumentos con objetividad, respeto y rigor científico”. Sin embargo, en caso de que haya referéndum, éste se realizará, a más tardar, el 27 de octubre, con cuatro meses de debate previo: es un plazo muy breve en comparación con 28 años transcurridos desde el fin de la dictadura, en los que sucesivos proyectos de ley para despenalizar el aborto fueron discutidos una y otra vez en el Parlamento y en los medios de comunicación, con participación de una enorme cantidad de especialistas y activistas.

Sobre la posibilidad de que recién en esos cuatro meses se empiece a discutir “con objetividad, respeto y rigor científico”, sólo cabe preguntarse por qué podría darse tan deseable cambio. Lo que se viene haciendo en los últimos meses no da muchos motivos para el optimismo.

Además, aun en el caso de que aparecieran información y argumentos hasta ahora desconocidos, el hecho es que un referéndum no puede producir ninguna solución nueva y mejor, porque tiene sólo dos resultados posibles: que siga en pie la ley aprobada el año pasado o que, con la derogación de ésta, quede vigente la norma anterior sobre el asunto, de 1938, que nadie se ha atrevido a defender en todos estos años. Como sabemos, en Uruguay está muy arraigada la opinión de que los referéndums “laudan” las cuestiones, ya se trate de la impunidad del terrorismo de Estado o de las privatizaciones, de modo que el triunfo de quienes promueven esta iniciativa no sólo implicaría una restauración de la ley previa (con su conocido correlato de abortos clandestinos, en condiciones muy desiguales según la posición social de las mujeres), sino también grandes dificultades para sustituirla.

Por último, la apelación a “votar” también tiene su trampa. Votar es prestigioso, una “fiesta cívica” y un motivo de orgullo. Pero no se nos está convocando a votar, sino a respaldar una iniciativa contra el aborto legal.

A todo lo anterior se suma una práctica bastante frecuente en el debate mañoso: usar las palabras más potentes del adversario, para apropiarse de ellas o por lo menos para neutralizarlas. Así, los impulsores de que todo quede como estaba hablan nada menos que del “derecho a decidir” e incluso emplean la muletilla feminista “todos y todas”.

En Uruguay, como en el resto del mundo, se registra una tendencia a que los debates públicos sean planteados en términos simples y superficiales. Es probable que uno de los factores que operan para que se produzca ese fenómeno sea la amplificación creciente de opiniones expresadas en las llamadas “redes sociales” de internet, bajo reglas de juego favorables a la exposición breve y tajante, que no busca la cooperación de otras personas para pensar y aprender sino que emite un presunto veredicto, y que a menudo procura descalificar, con ironías, falacias o manipulaciones de la afectividad, a quienes opinan distinto.

Sin embargo, no parece justo culpar sólo a la comunicación “virtual”, ya que estos procedimientos ganaron mucho terreno, bastante antes de que oyéramos hablar de Facebook y Twitter, en el proceso de subordinación de lo político a la lógica publicitaria, que transforma la formación de opinión en una operación de mercadeo.