La reciente incorporación de la diputada blanca Ana Lía Piñeyrúa al sector encabezado por Jorge Larrañaga ocurrió unos meses después de que el también diputado Javier García pasara a las filas de Luis Lacalle Pou. Con independencia de los pesos políticos y los motivos de una y otro, ambos movimientos muestran una característica peculiar contemporánea de las contiendas internas, que desdibuja en cierta medida los perfiles de las corrientes al tiempo que refuerza el papel de sus jefes, los dirigentes en competencia por la candidatura presidencial y el liderazgo del lema.

Que haya “pases” entre grandes agrupamientos de los partidos es frecuente desde hace muchos años, pero no todos cobran el mismo significado. Suele suceder, por ejemplo, que dirigentes departamentales, convocantes de cierta cantidad de “votos propios” en su territorio, decidan antes de cada ciclo electoral con qué líder nacional se alinean, y que eso sea simplemente una manera de navegar aceptada, sin demasiada incidencia en la imagen de ninguna de las partes (aunque algunos de los itinerantes batan récords, como el ex diputado Julio Lara, que recorrió el Partido Nacional de punta a punta).

Pero también hay trashumantes, cuyos cambios de lugar se cotizan, más allá de los votos que aporten, por su aporte a la convocatoria ideológica de un conglomerado. En esta categoría se inscribe buena parte de la “política de alianzas” tradicional en la izquierda, con claros antecedentes, por ejemplo, en la lista 1001 del Partido Comunista del Uruguay (que agrupó a grupos y figuras capaces de atraer a votantes no identificados con el perfil “bolche”), y también en la propia creación del Frente Amplio (FA) y en sus sucesivas expansiones, asociadas con los rótulos “Encuentro Progresista” primero y “Nueva Mayoría” después. Una lógica parecida presidió la formación de agrupamientos dentro del FA, por ejemplo la Vertiente Artiguista, formada en 1989, que con la sumatoria de diversos sectores y personalidades independientes desvaneció el rótulo previo de “ultra” que llevaba su fuerza mayor, la Izquierda Democrática Independiente.

Las migraciones con relevancia ideológica también se han practicado en los lemas llamados tradicionales: un caso notorio fue el del ex diputado Daniel García Pintos, cultivador sistemático de un vínculo privilegiado con integrantes de las fuerzas de seguridad, que comenzó como seguidor de Jorge Pacheco Areco, apoyó a Julio María Sanguinetti a la salida de la dictadura, volvió al pachequismo reforzando las huestes de Pablo Millor y terminó su carrera como integrante del sector de Jorge Batlle.

Después de la reforma constitucional de 1996, que estableció la obligatoriedad de elecciones internas de los partidos para definir sus candidaturas presidenciales, y obligó a las corrientes de cada lema a medir fuerzas unos meses antes de los comicios nacionales, ese tipo de pases ha adquirido una importancia especial, ya que ayuda a los líderes mayores a contrapesar “desventajas” y ampliar su atractivo, con una premisa típica de las elecciones generales: casi nadie renuncia de antemano a la conquista de ningún voto.

Entre los ejemplos más conocidos están la formación en 2003 del Espacio 609 en torno al Movimiento de Participación Popular, con figuras independientes u originarias de los partidos Nacional y Colorado; o el acuerdo en 2007 de Ope Pasquet (cuya trayectoria había sido claramente batllista y liberal) con Pedro Bordaberry, que ayudó a éste a evitar el encasillamiento en el extremo derecho colorado. Algo muy similar ocurrió cuando García se alió con Lacalle Pou, y en cierta medida Larrañaga replica con la incorporación de Piñeyrúa.

Al margen de este juego van quedando sectores relativamente pequeños que se precian de conservar un perfil nítido, mientras parece que para llegar a ser un gran jefe es cada vez más necesario tener detrás una tropa variopinta. Puede ser interesante preguntarse en qué medida esto contribuye a la percepción popular de que los políticos “son todos iguales”.