El diputado frenteamplista Darío Pérez pidió tiempo para decidir si vota o no el proyecto de ley que regularía la producción y la venta de marihuana. La razón: que “la marihuana es una bosta”. Es difícil responder a planteos como éste, pero lo cierto es que los defensores de la legalización tienen lista una serie de argumentos para desplegar: un tercio de los presos en Uruguay están allí innecesariamente por delitos relacionados con las drogas, es falso que el consumo de la marihuana lleva al consumo de otras drogas más “pesadas”, la marihuana es una droga relativamente benévola e incluso si no fuera así, el artículo 10 de la Constitución habilita a los drogones a hacerse daño si no joden a nadie.
Estos argumentos suelen estar formulados como “todos estamos de acuerdo en que la marihuana es algo malo, pero tiene que ser legal por x razón”. Algo parecido hacían los partidarios de la legalización del aborto cuando se discutía esa ley, sin ponerse a pensar que este tipo de argumentos concede una posición de altura moral a quienes quieren mantener la práctica ilegal y, lo que es peor, abren un juicio moral negativo y general sobre las personas cuyas conductas serían despenalizadas, supuestamente aquéllas a las que se quiere ayudar.
Tal como se la discute, la legalización de la marihuana es un tema de derechos civiles, de salud pública o de seguridad pública. Es decir, es un tema de abogados, médicos y policías. Y no está mal, en cualquiera de estos terrenos en favor de la legalización son abrumadores. El problema es que nunca se contesta el “la marihuana es una bosta” ni los prejuicios, los errores o la alucinación colectiva sobre las drogas que Rafael Bayce diagnosticaba ya en 1991.
Responder en el terreno de lo médico o lo policial es un error, porque admite que los consumidores son criminales o enfermos, o por lo menos lo son en potencia. Y si bien es cierto que la adicción existe (aunque en el caso de la marihuana esto es discutido) y que los riesgos a la salud también, estos peligros no son consecuencia necesaria del consumo que, como todo en la vida, tiene sus riesgos. Riesgos que en este caso son relativos, teniendo en cuenta que los accidentes de trabajo, de tránsito y la violencia doméstica se cobran una cantidad incomparablemente mayor de vidas, y a nadie se le ocurre prohibir trabajar, manejar o casarse.
Cualquiera que haya fumado marihuana alguna vez, tuvo en algún momento, estando de la cabeza, la extraña realización de que tanta discusión se trata de eso que uno está haciendo, y de lo radicalmente absurdo de casi todo lo que se dice sobre el tema. Fumar (o comer) marihuana no es un tratamiento ni un operativo policial, es más bien algo del orden de tomar un helado, o una cerveza.
Sirve para amenizar una salida al parque, para potenciar la charla en una comida con amigos, para intensificar el fervor en el estadio, para bajar un poco la inhibición en una cita, para levantar alguna fiesta que no se sostiene por sí misma. No entiendo muy bien qué de todo esto le resulta “una bosta” a Darío Pérez.
Más bosta parece que cientos de jóvenes se pudran en la cárcel como daños colaterales de una guerra contra las drogas que nadie sabe cómo ganar. O que esa guerra mate decenas de miles de personas en México y otros lugares de América Latina. O que sirva de excusa para el maltrato, la persecución y el prejuicio contra los jóvenes pobres. O que sirva de razón para las (apenas maquilladas) intervenciones imperiales de Estados Unidos en el continente.
Si vamos a hablar de peligrosidad, da la sensación de que las personas que sostienen los prejuicios que habilitan políticamente la mano dura, la guerra contra las drogas, el imperialismo y el clasismo son bastante más peligrosos que cualquier cosa que hagan los que fuman o plantan una planta con moderados efectos psicoactivos y posibles daños a largo plazo para la salud.
Los discursos técnicos y legales sobre la marihuana hacen pensar en su uso como algo extraño, vagamente inmoral y difícil de entender, pero la realidad es que es algo bastante simple, sobre lo que no hay mucho que discutir. Hay gente que lo hace, hay gente que no, la abrumadora mayoría de los que lo hacen no joden a nadie y se hacen a sí mismos daños perfectamente manejables y por su propia voluntad. Y además pasan bien. Y es mejor que el Estado no luche una guerra contra ellos. Parece obvio.