Ante la declaración de inconstitucionalidad del Impuesto a la Concentración de Inmuebles Rurales (ICIR) en febrero, el Poder Ejecutivo impulsó la aprobación del Impuesto al Patrimonio Rural. Una lectura rápida podría llevarnos a pensar que se trata de un mero reemplazo, pero una más pausada permite visualizar elementos interesantes a considerar cuando se analiza la estructura tributaria de un país.

El nuevo impuesto tiene la ventaja de que grava más a los que tienen más. Esto es de mayor recibo aun cuando se habla del agro, que según estimaciones de la Oficina de Planificación y Política Agropecuaria (OPYPA) tiene una carga fiscal menor que el resto del empresariado de la economía uruguaya. En este sentido, contribuye a mejorar la “equidad” en materia tributaria.

No obstante, es necesario contextualizar dicho impuesto. Si nos remontamos una década hacia atrás es fácil recordar la recesión y crisis que vivió el país entre 1999 y 2003. El conjunto de la sociedad sufrió las consecuencias críticas del colapso de un modelo económico y social absolutamente regresivo. En particular el sistema tributario recaudaba más de 70% de sus impuestos por el consumo (IVA e IMESI). Este tipo de estructuras genera que el esfuerzo que realizan los más pobres para pagar los impuestos sea mayor que el de los más ricos.

Cuando vino la debacle económica las consecuencias no fueron homogéneas, sino que quienes pagaron los platos rotos fueron los sectores populares. Los trabajadores y los sectores más humildes vieron, por un lado, reducir gastos públicos fundamentales -educación, vivienda y salud- y por otro tuvieron que pagar más impuestos. A los aumentos en las tasas del Impuesto a las Retribuciones Personales (IRP) -que sólo pagaban los asalariados-, se le sumó la creación del Cofis -que implicaba un tasa adicional sobre el IVA de 3% a determinados bienes de consumo y servicios-, lo que acentuó el carácter regresivo de nuestro sistema tributario. Es que el país estaba atravesando una enorme crisis económica y los sectores populares fueron obligados a contribuir aún más con las arcas del Estado; como si la baja salarial, el desempleo, la emigración y la exclusión no hubiesen sido paga suficiente.

Entre tanto, los “dueños de la tierra” no sufrieron los mismos ajustes. Es cierto que la crisis los afectó y que, a su vez, problemas sanitarios como la entrada de la aftosa agravaron la crisis restringiendo aun más el acceso a los mercados internacionales. ¿Qué les sucedió entonces? A diferencia de lo que ocurrió con los sectores populares, el Estado sí tuvo dinero para subsidiarlos, y a su vez los exoneró de impuestos. Fue allí cuando dejaron de tributar el Impuesto a Primaria y el Impuesto al Patrimonio.

Una vez salidos de la crisis y con el cambio de gobierno, el país vivió un proceso de reforma tributaria que implicó algunos avances: el cambio del IRP a IRPF permitió hacer más justa la distribución entre los trabajadores y gravar las rentas del capital; al mismo tiempo hubo cambios tibios en el IVA y se eliminó el Cofis. No obstante, los impuestos a Primaria y al Patrimonio para los establecimientos rurales no volvieron a ponerse en ejercicio. Ésta es una de las causas que explica que la estructura tributaria no haya cambiado sustancialmente, al igual que antes el IVA sigue siendo el principal recaudador, que en 2011 representó 53% de la recaudación total.

Entre tanto, el sector agropecuario se ha venido enriqueciendo fuertemente por un contexto mundial favorable, procesándose una concentración y extranjerización de la tierra sin precedentes en Uruguay. Según el último Censo Agropecuario, los dueños de campos de más de 2.500 hectáreas son 1.168 y concentran 33,6% de la tierra, mientras que los propietarios de campos mayores a 1.000 hectáreas son 4.138 y concentran 60,6% de la tierra. El mismo censo indica que los uruguayos pasaron de controlar 90,4% de los campos a controlar 53,9%, mientras que figuras como las personas jurídicas pasaron de controlar 157.000 a siete millones de hectáreas.

En ese contexto, llama la atención el enorme revuelo que generó el ICIR, más aún si consideramos que al mismo tiempo de instrumentarse se les derogó a los establecimientos rurales el Impuesto a la Enajenación de Semovientes.

Ahora será turno de un nuevo Impuesto al Patrimonio, que no es igual al previo a la crisis ya que lo que recaude estará afectado a caminería rural y a la Universidad Tecnológica. En este sentido, el nuevo “impuesto” es en términos formales una contribución. Aunque cabe resaltar que paulatinamente irá contribuyendo más hacia Rentas Generales y menos hacia la parte afectada del impuesto.

Más allá de esto, es una noticia relativamente buena. Sería mejor, si además volvieran a pagar el Impuesto a Primaria, como cualquier inmueble urbano. En este sentido, un documento elaborado por el SUNCA pone este debate arriba de la mesa y estima que si los rurales vuelven a tributar dicho impuesto a la recaudación ésta aumentaría en 100 millones de dólares. En definitiva, si los sectores que hoy se están beneficiando del crecimiento de la economía dejaran de enriquecerse a costa del resto de la sociedad, tal vez habría margen para atender servicios básicos como la educación, la salud, vivienda e infraestructura.