En los últimos meses, la difusión de encuestas de opinión acerca de proyectos de ley que están a consideración del Poder Legislativo ha replanteado un viejo debate sobre la conducta que deberían adoptar los parlamentarios ante ese tipo de datos. Como de costumbre, quienes ya tienen una posición tomada y la ven reafirmada por un sondeo alegan que las personas elegidas para representar a la ciudadanía no deben contrariar la “voluntad popular”, mientras que quienes están en desacuerdo con lo que respondió la mayoría de los consultados reivindican el derecho de diputados y senadores a proceder como lo consideren más conveniente para el país, teniendo en cuenta el resultado de los trabajos realizados por las empresas encuestadoras pero sin someterse a lo que indican.

La cuestión no es sencilla. Para empezar, debemos tener en cuenta que si bien los estudios de opinión pública en nuestro país han alcanzado un importante desarrollo profesional en las últimas décadas, demostrando en muchas ocasiones la confiabilidad en términos generales de varias firmas del ramo, tienen siempre un margen de error declarado y otro que depende, entre otras cosas, del acierto con que se haya trabajado en cada caso al formular las preguntas, al plantearlas a los entrevistados y al procesar sus respuestas. Es frecuente que haya importantes variaciones entre los resultados obtenidos por diferentes encuestadoras sobre el mismo asunto y, cuando los sondeos se hacen para prever la conducta de la ciudadanía en una votación ulterior, suele quedar demostrado que ninguno equivale a una predicción inequívoca.

Aparte de lo antedicho se plantea cada tanto, con mejores o peores intenciones, la sospecha de que los datos obtenidos mediante alguna encuesta pueden haber sido amañados para satisfacer intereses particulares. Ese tipo de acusación, que suele formularse acerca de estudios sobre intención de voto, apareció en los últimos tiempos, de forma poco velada, ante la difusión de estudios llevados a cabo por Cifra en relación con las actividades mineras de Aratirí, que indicaron altos niveles de apoyo a tales actividades y una extendida convicción de que resultarán provechosas para el país. Otro sondeo, llevado a cabo hace poco por la firma Radar, tuvo resultados muy distintos, con mucho mayor oposición que aprobación para el mismo proyecto, y sus realizadores señalaron en forma expresa que la encuesta “no fue contratada en exclusividad por ninguna empresa, medio o partido político”, cosa que destacó a su vez el Movimiento por un Uruguay Sustentable (Movus), formado precisamente para militar contra esa iniciativa minera. Más allá de la credibilidad acumulada por cada encuestadora, y de la razonable duda que surge acerca de la posibilidad de que alguna de las más consolidadas ponga en peligro su prestigio con prácticas inmorales, cabe apuntar que la desconfianza puede volverse genérica y dejarnos en total incertidumbre, ya que cualquiera puede pensar que cualquier firma es capaz de incurrir en tales prácticas, y que por lo tanto no se puede confiar en ninguna. Obviamente, eso dejaría sin sustento sólido la tesis de que los parlamentarios deben ajustar de algún modo su conducta al resultado de las encuestas.

Sea como fuere, el debate sobre lo que deben hacer los legisladores ante los sondeos de opinión seguiría vigente aunque estuviera absolutamente probado que éstos siempre son fiables. Otro caso en que ese debate está planteado es el del proyecto para regular el mercado de producción y comercialización de marihuana, que según Cifra tiene opinión contraria de casi dos tercios de los consultados en sus encuestas. Si fuera indiscutible que esas mediciones representan con precisión el estado del conjunto de la opinión pública, a partir de una muestra perfecta y sin distorsiones debidas a errores de procedimiento o a sesgos interesados, ¿deberían cambiar de posición los parlamentarios que apoyan la iniciativa? Una vez más, la respuesta no puede ser automática: la Constitución uruguaya establece en su artículo 4º que “la soberanía en toda su plenitud existe radicalmente en la nación, a la que compete el derecho exclusivo de establecer sus leyes”, pero el mismo artículo termina diciendo “del modo que más adelante se expresará”, y el 82 señala que la soberanía de la nación “será ejercida directamente por el cuerpo electoral en los casos de elección, iniciativa y referéndum, e indirectamente por los poderes representativos que establece esta Constitución; todo conforme a las reglas expresadas en la misma”.

Por lo tanto, los integrantes del Poder Legislativo tienen el derecho y el deber de legislar. Si a la población con derecho al voto le parece mal lo que hacen, puede interponer el recurso de referéndum contra una ley aprobada, ejercer el derecho de iniciativa para impulsar una norma que la derogue, o expresarse en los comicios para que los parlamentarios que la defraudaron no sean reelegidos. Todo esto deben tenerlo presente quienes forman parte de las cámaras, pero no por ello están obligados a proceder de acuerdo con lo que las encuestas indiquen como voluntad mayoritaria. También es lícito que confíen en su propio análisis de una situación y del modo más conveniente de afrontarla, corriendo el riesgo de remar contra la corriente y de ser desautorizados o removidos por la ciudadanía. Se supone -y en esto radica una parte muy importante de nuestra arquitectura institucional- que los parlamentarios, además de representar a partidos y sectores con posiciones definidas, ocupan un lugar privilegiado para examinar las cuestiones sometidas a su consideración con información adecuada, teniendo en cuenta una amplia gama de puntos de vista, y que han sido elegidos entre miles de candidatos para hacer justamente eso.

Puede ser que en cierta cantidad de casos individuales esto no se cumpla, pero (al igual que en el caso de las encuestadoras, pero afectando valores mucho más importantes) es muy peligroso que las dudas lleven al desprestigio genérico.