“Ladrones de Argentina preocupan a la Policía”, titula el diario La República. En la edición on line la nota está encabezada por una publicidad de Aerolíneas Argentinas, con cierta oferta para volar de Montevideo a Buenos Aires por poca plata. El collage parece una metáfora. La voluntad liberal de una circulación fluida entre los países convive con temores, casi siempre chauvinistas, sobre los efectos nocivos de liberar demasiado. Conviven desde hace mucho tiempo y la tensión, cada tanto, sale a flote.
El ministro del Interior, Eduardo Bonomi, ofreció una conferencia de prensa en la que opinó que desde hace dos años Argentina “está soltando delincuentes” y “exportándolos a Uruguay”. El uso del verbo exportar dialoga poco con el lenguaje jurídico, pero es eficaz para echar leña al fuego. Ayer las pasteras, hoy los delincuentes viajeros. Abrir o cerrar el grifo de las fronteras, que se circule mucho, poco o nada: he aquí una polémica que, antes de devenir diplomática, hunde sus raíces en las orillas del Río de la Plata. Como todo confín, territorial y cultural, es lo que nos une y lo que nos separa.
“Al delincuente que murió en el Correo”, continuó Bonomi, “le decían el Porteño porque había estado detenido en Argentina y después de salir de ahí vino a delinquir a Uruguay”. Aunque los periodistas le habían preguntado sobre la expulsión del Hombre Araña, Mario Vitette, uno de los autores del llamado “robo del siglo”, el ministro respondió evocando otro hecho. El asalto del 5 de agosto al Correo de Pocitos sacudió al Uruguay entero porque reunía tres ingredientes que hacen de cualquier caso policial un asunto de primeras planas: un asalto a plena luz del día, un tiroteo cinematográfico y un policía muerto por la balacera.
Bonomi omitió mencionar que Richard Nelson Paiser Pérez, conocido como el Porteño pero también como el Viejo, era buscado por Interpol no precisamente por sus andanzas en Argentina: además de participar en el robo en el Correo de Pocitos había integrado la banda que en abril asaltó la sede del Correo en Pando. En la huida los ladrones atropellaron y mataron a un motociclista. Le decían el Viejo porque usaba la estrategia de disfrazarse de anciano para robar, aunque tuviera 49 años. Así le decía la Policía de Investigaciones de Montevideo, que lo conocía muy bien. En el local de Brela Joyas de Punta del Este había entrado a asaltar muñido de un bastón y al local de Pocitos ingresó en silla de ruedas.
Tras el tiroteo de Pocitos, Bonomi tuvo que ir a Tacuarembó para asistir al velatorio del policía, donde los vecinos lo recibieron con un cartel: “Mi país está triste por lo que está pasando, ¡mano dura a los delincuentes!”. Hubo una marcha contra la inseguridad en la plaza Cagancha, el Correo Uruguayo anunció que dejaría de manejar dinero para pagar jubilaciones y el presidente Mujica salió a apoyar al ministro del Interior, que tambaleaba. Le daba bronca, dijo con su habitual estilo, que le “dieran palo” a un ministro que ponía “toda la carne en la parrilla”.
Acaso Bonomi pensara en huir a nado cuando desde el otro lado del Río de la Plata vio venir a Vitette, al Hombre Araña, expulsado por la Justicia argentina. Y con Vitette llegaba la coartada perfecta: aumentan los robos porque el país vecino exporta ladrones.
Sin saberlo, Bonomi estaba siendo muy poco original. Hace ya más de un siglo, en los primerísimos años del 900, el jefe de la Policía porteña era Francisco Beazley. Cercano al presidente Roca, supo encarnar tal bravura en la “lucha contra la delincuencia”, que la revista Caras y Caretas le dedicó varias tapas: en una aparecía ilustrado como un gato cazando ratones, en otra como un barrendero que limpiaba la ciudad de Buenos Aires de estafadores, ladrones, proxenetas y algún que otro anarquista indeseable.
Eran los años de la discusión y sanción de la primera ley de expulsión de extranjeros, conocida como Ley de Residencia o Ley Cané, por su ideólogo, el autor de Juvenilia. En una entrevista con un diario de Río de Janeiro, Beazley decía que las policías sudamericanas debían iniciar un proceso de cooperación porque cuando un país endurecía sus leyes, los delincuentes se escapaban e invadían los países vecinos como mangas de langostas. Montevideo -remataba- era ahora la guarida de los ladrones viajeros que en Buenos Aires este jefe severo ya no dejaba trabajar. A Beazley le hicieron caso y en 1905 los policías de Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro y Santiago de Chile se juntaban en Argentina para firmar uno de los primeros convenios internacionales de cooperación policial. Desde entonces, esa colaboración no se detuvo nunca y resta aún estudiar su ligazón genealógica con el Plan Cóndor.
De algo no cabe duda: la circulación de prácticas delictivas entre Buenos Aires y Montevideo ha sido y sigue siendo intensa. Los archivos judiciales y policiales muestran cientos de vestigios de ese frondoso pasado de ladrones rioplatenses. La trama de Plata quemada, el libro de Ricardo Piglia, es quizá la más conocida; la lectura chauvinista, como siempre, es peligrosa. Por eso, la historia social y cultural de esas prácticas es tan necesaria como una buena etnografía de sus fronteras.
*Publicado en Infojus Noticias (http://infojusnoticias.gov.ar/ )