A raíz de procedimientos policiales recientes (en el barrio Santa Catalina, en el último partido entre Nacional y El Tanque Sisley, así como las detenciones “preventivas” previas a la marcha conmemorativa de la masacre de Jacinto Vera), resulta de interés reflexionar sobre las implicancias del vínculo entre autoridad policial y autoridad política, que usualmente se asume como aproblemático en la medida que se afirma que la institución policial está subordinada a la autoridad política. Ahora, si bien la responsabilidad última del comando de la fuerza pública es política, las corporaciones policiales suelen ser rebeldes a esa subordinación y en nombre de la competencia técnica reivindican la actuación directa de los funcionarios policiales.
En la evaluación de numerosos aspectos de las prácticas institucionales vinculadas al ejercicio del poder punitivo y de la fuerza pública, si aceptamos que la Constitución contiene un compromiso con la igualdad y la democracia, ello implica tomarse en serio la dimensión política cuando reflexionamos sobre la seguridad pública y las potestades policiales, y, en definitiva, supone tomar en cuenta el modo en que una comunidad construye la idea de seguridad. En este sentido, cualquier debate sobre las potestades policiales debe acompañarse con una discusión sobre la igualdad y la democracia, puesto que la elaboración del marco normativo para el segmento policial del control social constituye una de las áreas de la vida social donde el aparato del Estado y el sistema político se hacen sentir con más fuerza, y en la que los derechos no pueden ser un obstáculo. En estos asuntos, que tienen que ver con la delimitación de la fuerza pública, pueden encontrarse bastantes explicaciones para entender las dificultades y las contradicciones que sufre un gobierno progresista cuando acepta, refuerza y adopta como propio el discurso de la seguridad ciudadana, discurso que básicamente se construye sobre la emotividad y el autoritarismo.
La incorporación de los intereses y fines de una corporación que exhibe prácticas consolidadas de excesos y malos tratos, mediante la “legalización” de procedimientos, constituye una forma de presentar como creencias generales y compartidas de una determinada cultura una ideología de la seguridad pública unidimensionalmente concebida (en la medida que sólo toma en cuenta estrategias represivas), que restringe, en lugar de ampliar, el ejercicio de derechos. Por supuesto que no es algo nuevo, al menos se ha repetido la misma estrategia desde el primer gobierno de Julio María Sanguinetti. Lo preocupante es que el tratamiento “progresista” de la temática reutilice los mismos argumentos o los impulse desde documentos por la vida y la convivencia o políticas sociales que restringen los problemas a unas pocas zonas del país. Estos argumentos están presentes en la estrategia comunicacional de las autoridades, a efectos de justificar determinadas soluciones normativas restrictivas de las potestades jurisdiccionales, así como de los derechos de las personas (detenciones sin orden judicial fuera de las hipótesis de flagrancia, detención en averiguaciones y allanamientos de morada, entre otros). Formas abusivas y violentas de actuación que contribuyen con la inseguridad.
A la luz de estas consideraciones, parece paradójico que, sin haber ocurrido cambios de significación en el funcionamiento y las prácticas de la agencia policial, desde el Ministerio del Interior se haga hincapié en la importancia de que la población crea y confíe en la Policía. Será necesario seguir reflexionando, como un tema propio de la agenda de derechos humanos, acerca de la cuestión de la naturalización de la arbitrariedad de los mecanismos de control social y de la incidencia del discurso experto en el encubrimiento de soluciones legislativas que vulneran derechos y habilitan excesos de las agencias de control. Sólo cuando la “política” asuma que los hechos de violencia como los ocurridos en Santa Catalina son una constatación de que la institución policial es parte del problema de la inseguridad, las autoridades dejarán de confundir aserrín con pan rallado, el sur y el norte de avenida Italia y a cualquier policía con un amigo.