En este período de gobierno, una parte notoria de la actividad policial se ha concentrado en áreas pobres, a menudo en perjuicio de vecinos que ni siquiera fantasean con delinquir. La fuerza pública también ha expulsado a indigentes de sitios turísticos y de barrios ricos, y ha reprimido al barrer manifestaciones políticas y festejos deportivos. Para peor, en las últimas semanas salieron a la luz denuncias de maltrato a personas detenidas en “averiguaciones”, a raíz de su militancia partidaria o social, por vivir en las denominadas zonas rojas y por lucir peligrosas gorras de visera.
Las familias de sectores sociales postergados son las que más sufren el embate de la delincuencia y del atropello policial, que las privan del derecho al trabajo, a la libertad y a la dignidad. Parece que esa gente está expuesta a la tentación del crimen y que prevenirlo implica eliminarlo cuando aún se encuentra en estado embrionario, abortarlo aun antes de que la tentación se torne idea y acción. El prejuicio define parámetros pseudocientíficos que condenan a pobres y raros al delito, cuando esa tentación no le hace ni cosquillas a la gran mayoría de los portadores de residencia, facha y opiniones sospechosas.
Hay que creerlo o emigrar, porque, si no, al país no lo salva ni el presidente Mandrake. En ningún barrio de Uruguay los delincuentes son más que una ínfima minoría. Pero la represión al barrer de delitos ni siquiera imaginados por estos aparentes culpables del futuro alimenta la indiferencia y el silencio de los inocentes, lo cual crea un clima propicio para que esa ínfima minoría actúe a sus anchas.
La Policía ha incorporado equipamientos básicos, nuevas tecnologías y mecanismos de articulación con la sociedad civil y con otras instituciones del Estado, como los ministerios de Salud Pública y Desarrollo Social y el sistema educativo. Pero avanza a un ritmo insuficiente para compensar los retrocesos que supone el uso injustificado de la fuerza. El Ministerio del Interior reacciona a la defensiva ante las denuncias de abuso, lo que dificulta determinar si las arbitrariedades reflejan una Política oficial o la desidia y la corrupción de sus funcionarios.
Algunas respuestas pueden hallarse en los modelos extranjeros que estudian las autoridades. En ese sentido, Bonomi emprendió hace 24 meses un “muy provechoso” viaje a Israel junto con el director Nacional de Policía, Julio Guarteche, a quien le bastó una semana para “confirmar […] todo lo que pensaba” sobre ese país, según le dijo a la publicación montevideana Semanario Hebreo. Guarteche quedó “muy bien impresionado”, en especial por el “tratamiento de los menores y el [poco] hacinamiento carcelario”. No se refería a los miles de palestinos recluidos en Israel por motivos políticos (4.828 en julio pasado; entre ellos, 35 menores de 16 años y 160 de 16 y 17, según la organización israelí de derechos humanos B'tselem), porque, como remarcó Bonomi, “la fama de dura” de esa nación “está relacionada con el problema palestino, no con la seguridad interna”. Al actor estadounidense Chuck Norris -emblema de la violencia en el celuloide-, en cambio, le agrada cómo Israel combate el crimen porque “es más duro” que su país “en casi todo”.
Al ministro Bonomi, en los contactos que ha mantenido con su par israelí y líder de la ultraderecha, Isaac Aharonovich, le interesó el programa “Ciudad sin violencia”. En el papel, el esquema parece tan sensato como el documento “Estrategia por la vida y la convivencia”, propuesto el año pasado por el gobierno de José Mujica. Pero, en los hechos, el programa fomenta los abusos policiales.
Este plan se ha implementado en 12 ciudades: siete tienen una mayoría árabe-israelí o una presencia importante de esa comunidad (como Rahat, Ramla, Alto Nazareth, Acre, Bat Yam, Lod y Eilat), cuatro tienen gran predominio judío (Netanya, Ascalón, Hadora y Tiberíades) y una ni siquiera se encuentra en Israel: la colonia judía de Ma'ale Adumim, en Cisjordania, rodeada de poblados palestinos e ilegal, según advirtió la ONU en reiteradas ocasiones.
Como consecuencia de este diseño, el plan “Ciudad sin violencia”, tan elogiado por Bonomi, supuso un recrudecimiento de la represión en áreas de mayoría árabe -que son las más miserables y las que a menos servicios básicos acceden-, con la excusa de “mejorar las condiciones de seguridad de ese sector” de la población, según Aharonovich, un defensor de la “tolerancia cero”, que debió pedir disculpas en público por comentarios racistas. Aharonovich es un policía de carrera que postula bajo cuerda la criminalización de la pobreza, de la etnia árabe, del Islam y de cualquiera que lo contradiga.
Uruguay e Israel tienen características muy distintas, admitió Bonomi. Es verdad: tan diferentes son que no se justifica el gran parecido entre las fotografías de los megaoperativos de acá y las brutales imágenes procedentes de Cisjordania y Jerusalén oriental. Sólo falta un muro para que los ojos no vean y el corazón deje de sentir.