El miércoles próximo se cumplen 30 años de la marcha organizada por la Asociación Social y Cultural de Estudiantes de Educación Pública (ASCEEP) el 25 de setiembre de 1983. Esa marcha, que cerró las actividades de la “Semana del Estudiante”, fue un acontecimiento destacado en un año de grandes movilizaciones contra la dictadura, y expresó algo que todavía es relevante y necesario.
El movimiento estudiantil que ganó la calle compartía con otros de su época características muy interesantes, que aún no han sido estudiadas con profundidad. Algunas de ellas se referían al modo de promover la democratización del país bajo condiciones de dura represión, y es natural que eso no sea lo que más interesa en la actualidad,* ya que por lo general miramos el pasado en busca de referencias para los problemas del presente. Pero se pueden identificar en la experiencia de la ASCEEP algunas premisas útiles para esta realidad tan distinta de 2013.
Hay que apostar a la posibilidad de construir mayorías en escenarios masivos. Sin desestimar los otros factores nacionales e internacionales que contribuyeron al fin de la dictadura, el éxito de aquellos movimientos sociales se debió en gran medida a que conquistaron respaldo más allá de los pequeños círculos de quienes ya estaban politizados y organizados. A su vez, fueron capaces de obtener ese respaldo (que incluso los protegió de la represión) porque confiaron, a partir de un análisis acertado de la realidad, en que sus propuestas expresaban las opiniones de grandes cantidades de personas, y en que la coyuntura era propicia para plantearlas. Aprender esta lección significa entender que, para las iniciativas progresistas, jugar los partidos sin público, a puertas cerradas, es a la larga la peor opción.
La estrategia y la táctica no se deducen linealmente de la teoría. Sin ánimo de reactivar polémicas que hoy pueden parecer pintorescas, cabe recordar que en aquellos tiempos se produjo una discusión entre militantes de izquierda sobre la calificación de la dictadura uruguaya como “fascista”. Con independencia de los argumentos de cada parte y de su pertinencia desde el punto de vista de la ciencia política, es interesante recordar que, para algunos de los participantes en aquel debate, definir el punto era relevante porque, de acuerdo con cierta codificación de la experiencia histórica internacional, consideraban “científicamente demostrado” que al fascismo había que combatirlo de determinada manera, y por lo tanto la aplicación de la etiqueta sobre la dictadura uruguaya legitimaba, de por sí, una línea de acción para enfrentarla. Una línea que podía compartirse, pero no por ese motivo. El mismo modo escolástico de razonar llevó y aún lleva a la izquierda uruguaya a darse de cabeza contra las paredes, en el intento de aplicar recetas sin tomarse el trabajo de acceder a los datos de la realidad y analizarlos en forma colectiva y rigurosa.
No hay tareas menores a priori. La ASCEEP y otros actores más o menos organizados de la oposición a la dictadura entendieron muy bien, con o sin lecturas de Gramsci o Laclau, que la construcción de una alternativa democratizadora debía articular, además de cuestiones políticas en sentido estricto, muchas otras vinculadas con las necesidades e intereses cotidianos de la gente, sus relaciones sociales, su sensibilidad, su diversidad y su capacidad de disfrutar. Pero no articularlas como fachadas, metáforas o preámbulos de la política pura y dura, sino respetando el valor emancipador que tienen por sí mismas. Incluso por aquello de que “el que no cambia todo, no cambia nada”.
Los liderazgos no se decretan. Los jóvenes que desafiaron a la dictadura podían cifrar más o menos expectativas en los dirigentes que habían actuado antes del golpe de Estado, pero debieron asumir que, estando la gran mayoría de éstos presos, exiliados o muy acotados en sus posibilidades de incidencia, tenían que arreglárselas como pudieran, con sus propias fuerzas y talentos. Y aunque fuera por motivos de emergencia, hubo espacio para que emergieran referentes nuevos. Ante otras lejanías de los actuales y añosos elencos dirigentes, puede valer la pena inspirarse en lo que ocurrió hace tres décadas.
La militancia es indispensable. Las grandes movilizaciones de la dictadura no habrían sido posibles sin el aporte organizado de miles de personas que nunca se hicieron famosas. A la vez, es claro que aquel enorme despliegue de generosidad se produjo en circunstancias muy distintas de las actuales y que no se pude repetir de la misma manera; lo importante es tener presente que los grandes cambios no se producen solos, ni solamente porque algunos marquen el camino. Y que hay que hallar en cada época motivaciones genuinas para la participación, entre las cuales nunca es desdeñable la existencia, como en 1983, de organizaciones que respeten y estimulen la creatividad.
- De todos modos, sería conveniente que en algún momento este aspecto se analizara en forma rigurosa, ya que persisten algunos malentendidos graves acerca de la relación entre las actividades clandestinas y las “legales”, cuando en realidad toda la movida consistió en combinarlas, y el problema era cómo hacerlo.