Frente a la recurrente preocupación por la inseguridad parecen conservarse algunas respuestas similares a las observadas durante el último siglo y medio. No sólo la de la sociedad y los medios de comunicación, sino en las propuestas para su “combate”.
Ya desde el último cuarto del siglo XIX, los países desarrollados de Europa Occidental y Estados Unidos rivalizaron en la búsqueda de soluciones y en la aplicación de modelos presentados como exitosos. La experimentación con modernos sistemas penitenciarios, como el caso del establecimiento de la calle Miguelete en Uruguay, fue parte de ese proceso. La preocupación por lo que era descripto como una criminalidad creciente motivó una fuerte apuesta a soluciones científicas para su control. Pese a sus críticos, la criminología positivista fue, probablemente, una de las corrientes con mayor difusión, con Cesare Lombroso como su exponente más conocido. A tal punto que no sólo su nombre ha perdurado, sino también el postulado de adjudicar a los delincuentes rasgos particulares que los distinguen del resto de los sujetos, que ha trascendido a su autor. Sus definiciones, muchas veces simplificadas, han sido sintetizadas en el enunciado de que, quien señala que un delincuente no tiene señales particulares, es porque nunca ha pisado una prisión. Si bien buena parte de sus principios cayeron tempranamente en el descrédito, algunas de sus ideas siguen siendo aplicadas en los hechos. Nada más natural en algunos sectores e instituciones que asociar un aspecto criminal con el crimen mismo, y proceder en consecuencia. Así, por ejemplo, algunas detenciones “selectivas” continúan teniendo estos fundamentos como soporte.
Enrico Ferri, uno de los seguidores de Lombroso, incorporó a esta vertiente biológica aspectos sociales en la determinación de las causas del delito. En la vorágine del actual discurso punitivo que distingue la creciente escalada electoral, parece quedar poco espacio para asumir algunos de los elementos que Ferri planteó en su Sociología criminal. El profesor y político italiano (que pasó de la militancia socialista al fascismo al final de sus días) señalaba que las penas distaban de ser la panacea y tenían un poder limitado para combatir el delito. Destacaba sus magros resultados reconociendo que el aumento de la violencia sólo provocaba la ampliación de la gravedad de los hechos. Cuestionándola como una práctica medieval, prefería apostar a lo que llamó “equivalentes de las penas para la prevención del delito”. Así, pregonaba la necesidad de atacar de frente las causas que empujaban al crimen. Asumiendo entonces la insuficiencia de los instrumentos meramente represivos, incorporaba como un elemento esencial las herramientas educativas. Sin ser un remedio contra todo tipo de delitos, éstas generaban un efecto preventivo.
La popularidad que en nuestros días han tomado los eslóganes de endurecimiento del castigo y las consignas de severidad frente a los delincuentes parece haber olvidado estas cuestiones básicas de un “manual” de criminología del siglo XIX. Entre manos duras y multiplicación bíblica de las escuelas tal vez quede algún espacio para discutir seriamente propuestas que tengan que ver con el futuro.